Recuerdos en la nieve: Noche de guardia

-Dame lumbre Miguel.

-Joder Trujillo, ¿no te cansas de pedir?

-¿Ni tú de quejarte? Venga coño, acuérdate de la camaradería.

-De quién me voy a acordar es de la madre que te parió ¡Coño, me estás dejando sin cerillos!

No dejaba de nevar, la nieve lo cubría todo. Apenas podían moverse, la ventisca les tenía en jaque. Llevaban toda la noche acurrucados en el puesto de guardia, sin más protección que la de sus abrigos y unos pocos sacos terreros. Miguel metió la mano en el bolsillo y sacó un fósforo. Le temblaba todo, estaba tiritando. Raspó ágilmente la cerilla contra su casco y se apresuró a dar fuego a su compañero. Trujillo sostuvo el cigarrillo con los labios y lo protegió del viento con sus manos. Con mucha ansia apuró a dar una profunda calada. Echó humo. Tomó con cuidado el pitillo y se lo ofreció a José.

-Toma, que no se diga que un extremeño es tan miseria como un catalán.

José fumó y se lo devolvió:

-Tú sigue así que cuando tengas que quitarte a un ruso de encima a ver a quién llamas.

Trujillo, cigarro en boca, reía. Se aferraba al abrigo en vano, creyendo que así se protegería del temporal. «Puta guardia…» Pensaba. «Segando se estaba mejor». Recordaba su tierra, recordaba el pasado. Se llamaba José Antonio Trujillo, era un joven de la campiña extremeña al que faltaba poco para cumplir los 22 años. Hijo de labriegos, desde pequeño se había curtido el campo trabajando en las tierras de uno de los señoritos del pueblo, don Luis. Contra todo pronóstico se afilió a Falange en cuanto tuvo la edad. El pronóstico lo cambió la guerra. No, el señorito no se había portado mal del todo con su familia como cabría esperar (el padre era su aperador de confianza), de hecho siempre procuró que nunca les faltara que llevarse a la boca e incluso una cierta educación para él y su hermana mayor, Isabel.

Cuando estalló la guerra les pilló en zona roja. Sin credo político y más inclinados a la izquierda que a la derecha, su familia pensó que no tenían nada que temer, pero el día en que las milicias de la CNT llegaron al cortijo toda esa seguridad se disipó. Bajaron de la camioneta y entraron a saco. Echaron las puertas abajo. José Antonio se quedó escondido en el pajar junto a su hermana y sus padres. Se oyeron gritos y prosiguieron una serie de disparos. Estaban temblando, sabían lo que había pasado, acababan de matar a la familia de don Luis. Isabel comenzó a chillar, desconsolada, cómo si le hubiesen arrancado una uña. «¡Tú, mira ahí!». Los llantos los habían delatado. «Con que estabas ahí fascista…». En un instante se encontraron con cuatro pistolas y dos fusiles apuntándoles. Uno de los milicianos, el más barbudo, cogió a Isabel por los pelos y la llevó hasta la pocilga que estaba al lado. La empujó contra la pared y le puso la pistola en la frente. ¿Su delito? Haber paseado por el pueblo agarrada del brazo del hijo de don Luis. No hubo palabras, solo un plomazo en seco. Dejaron de apuntarles. Salieron de allí y volvieron al vehículo en el que habían venido.

Trujillo recordaba… Recordaba a su hermana, recordaba aquella tarde julio, recordaba a sus padres… Rostro serio, mirada perdida. El pitillo apenas se había consumido. Las risas que minutos atrás amenizaban la guardia parecían olvidadas.

-¡Trujillo! Espabila.

Las palmadas de Miguel lo sacaron de su nostalgia. Parpadeó y miró a su alrededor.

-¿Qué quieres? ¿Qué pasa?

Miguel tiró del cerrojo de su Kar 98 y se apostó entre los sacos terreros.

-Estate atento. Se me ha hecho ver a alguien.

-Yo lo que veo son árboles -dio una calada-. ¿Te has fijado si andaba a cuatro patas? –Echó humo.

Movido por el miedo, Miguel le quitó el cigarro, lo apagó contra la nieve y le hizo un gesto de silencio.

-Cálmate coño. Llevamos semanas sin pegar un tiro.

Trujillo se subió la braga de cuello y achinó los ojos a la espera de divisar algo a lo lejos. Era imposible ver nada. Se recostó a los sacos, cargó la Tokarev (pistola) que había arrebatado a un comisario meses antes y volvió a enfundarla. No sentía nada. Tenía las manos congeladas. Las abría y cerraba, esperando que recobraran la circulación. «Fiuu» «Zum, zum zum» «Boom» No le dio tiempo a reaccionar. La fuerza de la explosión lo mandó unos metros más allá de donde estaba. Se dio de bruces contra la nieve. Había perdido el conocimiento.

   [Continuará]

Fotografía de Jordi Bru.

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