Tras su humillante derrota, el rey de Francia, Carlos VIII, montó en cólera, no entendía como ese capitanucho de tres al cuarto había podido echarlo de Italia. Aunque ciertamente, tampoco aquello le deparó mucho dolor de cabeza. Pronto se le olvidó, se distrajo decorando la Corte y jugando a la pelota. Se lo pasaba bien, la verdad, aunque nunca demostró ser un buen deportista, prefería ver jugar, era más reposado y menos peligroso. Bueno, según se mire, porque aquel reposo se lo llevó a la tumba.

En la primavera de 1498, Carlos se disponía a asistir a un partido de pelota. Al pasar por una de las puertas que daban acceso a un oscuro corredor se dio tan soberano porrazo contra el dintel que calló mareado. Pero bueno, nada grave, una copa de vino y en pie. Todo solucionado. Mientras contemplaba el partido y hablaba con el obispo de Angers de buenas a primeras perdió el habla y se desplomó. Eran las dos de la tarde y allí mismo lo recostaron en un mugriento jergón mientras se daba aviso a sus médicos. Nada pudieron hacer por él.

Una muerte absurda y sin mucha chicha, como su vida. Dejaba el mundo sin descendencia y a su mujer, Ana de Bretaña, más contenta que unas pascuas. La pobre tenía que aguantar día sí y día también las quejas y vejaciones de su marido. Le echaba la culpa de no ser capaz de engendrar hijo sano. «Ahí te pudras impotente», debió pensar ella cuando lo vio metido en la caja. Ana tuvo suerte: el sucesor al trono, Luis XII, primo del difunto, consiguió la nulidad matrimonial con su mujer y desposó a la ex reina consorte.

El nuevo monarca tenía la misma pretensión que el anterior, dominar Italia. Pero Luis era más inteligente, sabía que un enfrentamiento directo con Aragón era una empresa muy arriesgada, por lo tanto, convenía ir tanteando el terreno. En primer lugar reclamó sus derechos sobre el ducado de Milán y lo invadió. Antes de dar el siguiente paso y aventurarse en Nápoles decidió actuar con cautela y explotar la vía diplomática. Así, en 1500 acordó en secreto con el rey Fernando un tratado por el cuál Aragón y Francia se repartirían el reino napolitano, el Tratado de Granada: Luis se quedaría con la zona más al norte y con el título de rey de Nápoles y de Jerusalén; Fernando mantendría las provincias del sur, Apulia y Calabria, y  pasarían a la corona de Aragón como ducados. Por su parte, Francia renunciaba a Cerdaña y el Rosellón.

En 1501, tan solo un año después de su firma, el tratado se presentó ante el Papa Alejandro VI con la justificación de combatir al Turco (en aquel momento en plena expansión por el Mediterráneo) en nombre de la Cristiandad. El Borgia no se lo tomó muy bien, una vez más volvían a manejar los hilos a sus espaldas… No podía hacer nada, si no lo aceptaba, ambos reyes lo atacarían, y esta vez no habría un Gran Capitán para sacarle las castañas del fuego. Dio su beneplácito y depuso a Fadrique, legítimo rey napolitano.

Tan pronto como pudo, Luis invadió Nápoles y tomó los territorios que le correspondían. Por su parte, Fernando el Católico citó a Gonzalo y le mandó ocupar las posesiones acordadas.

Por aquellos días, Fernández de Córdoba se encontraba descansando en Granada. Pasaba los días cazando y leyendo. Aprendiendo y elaborando bocetos, tratados y anotaciones sobre la guerra. No paraba. Aquello era su descanso.

Atardecía en plena sierra de Huétor. Gonzalo regresaba a casa tras una agotadora jornada de cacería. Traía un buen jabalí, lo menos cinco pulgares de colmillo. El muy hideputa era bravo, con una lanza atravesada aún tuvo fuerza para rajar dos perros y arremeter contra el caballo, menos mal que reaccionó a tiempo. Tanta acción le hizo recordar: echaba de menos el olor a pólvora y cuero mojado, las arengas, los discursos efusivos a las tropas… Esos momentos de camaradería donde compartía plato, puchero y palabra con el más humilde de sus soldados. La fraternidad, la cercanía, la empatía… Aunque bueno, tampoco podía olvidar el dolor, los gritos, la sangre y el horror del timore bellum (terror de la guerra), la crueldad, el hedor a muerte y devastación. Aun así, a él le gustaba aquello, para bien y para mal era lo único que sabía hacer, para ello había nacido y en ello se había formado.

Miraba al cielo. Los recuerdos se perdían en medio de esa capa de oleo naranja y azul que se difuminaban a la par que el tiempo pasaba. Respiraba pausado, con suavidad, disfrutaba de aquel trote corto. Por primera vez en mucho tiempo estaba relajado. No había prisa, Santiago, su caballo, estaba empapado de sudor. Había sido una jornada agotadora. Un buen corcel: robusto, rápido y vigoroso; leal y fiel, siempre acudía a la voz o el silbido de su amo; pelo tordo moscatel, más blanco que gris, pero siempre brillante. Eran uña y carne, desde que llegó a Italia jamás se separó de él. El carácter del uno era el del otro, igual podían estar bravos como el más fiero de los guerreros, que demostrar el sosiego propio de un maestre de campo.

Palmeó el pescuezo de Santiago y lo acarició con suavidad.

Gonzalo: Raro es el verte fatigado amigo mío.

Hacía calor. Con la manga de la camisa se secó el sudor de la frente y hundiendo los dedos en su cabello se acomodó el pelo. Ya faltaba poco para llegar a casa. Su escolta y los criados conversaban entre ellos, comentando las últimas noticias del Almirante Colón, quien no hacía mucho había partido hacia su tercer viaje. Gonzalo no ponía mucha atención, seguía con sus recuerdos.

De pronto, una nube de polvo se levantó a lo lejos. No muy grande. Qué extraño. Los cuatro guardias desenvainaron sus espadas y formaron para proteger a Gonzalo y los dos criados. Todos se detuvieron. Un incipiente galope se proyectaba desde la lejanía y cobraba fuerza cuanto más se acercaba. Para extremar precaución, Córdoba desenvainó su espada y agarró con firmeza las riendas. Santiago estaba nervioso, relinchaba y respiraba fuerte. Escarbaba el suelo con la pata delantera derecha. Gonzalo lo acarició, «shh». Silbó con suavidad y el caballo se calmó.

Por fin pudieron divisar con claridad el origen de aquella polvareda. Era un jinete. Venía a toda prisa y parecía portar el estandarte de Castilla. Un mensajero real, Gonzalo lo supo de inmediato. Envainó su arma, ordenó a los suyos que hicieran lo mismo y se adelantó. El jinete frenó en seco, el caballo, agotado, agachó la cabeza y peleaba por respirar:

Gonzalo: ¿Se os ha perdido algo por estos lares?

Mensajero: ¿Sois don Gonzalo Fernández de Córdoba, Capitán General de los Reales Ejércitos de Castilla y Aragón?

Gonzalo: El mismo, ¿portáis nuevas para mí?

Mensajero: Sepa señor que el rey don Fernando lo reclama, Italia le espera de nuevo.

Gonzalo: ¿Otra vez los franceses?

Mensajero: De esos, a vos gracias, dicen que ya no quedan, y lo que resta de ellos se han aliado su Católica majestad para repartirse en armonía el reino de Nápoles.

Gonzalo: Conviene no fiarse… Haz saber al rey que en menos de tres días estaré ante él.

El jinete dio la vuelta, espoleó su caballo y salió a toda prisa de allí. Gonzalo miró complacido a Santiago y lo acarició:

Gonzalo: El destino mi fiel amigo, el destino…

                                                                                                                                                             [Continuará…]

1 comentario en «El Gran Capitán (IV): Atardeceres mediterráneos.»

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