Gonzalo paseaba por las caballerizas acompasado por los relinchos y los bufidos de los caballos, comprobaba que todo estuviera en orden. Le acompañaba un joven mozo de cuadra napolitano que seguía con atenta mirada todos los movimientos del de Montilla. De vez en cuando el muchacho buscaba mocos y flemas en lo más profundo de su alma y soltaba un sonoro gargajo, lo cual no hacía por gusto, sino más bien porque era incapaz de soportar la mezcalina ambiental que se se formaba entre el espeso polvo del estiércol y ese fétido hedor a amoniaco que desprende la paja orinada.

Giró Córdoba la cabeza a la derecha y se detuvo en seco, fijaba la mirada en un precioso caballo de raza andaluza, pelaje tordo moscatel, algo sucio, largas crines, de cruz alta pero fino de carnes.

-Bonito animal, -comentó mientras tomaba suavemente por el hocico al caballo- ¿sabéis a quién pertenece?

El mozo, limpiándose la boca con la manga, dio una pequeña palmada en el pescuezo al corcel y respondió a Gonzalo con un marcado acento:

Mi scusi mio signore, no alcanzo a saber il suo nome… Mas creo que es de uno de los capitani de don Diego de Mendoza, que es uomo piccolo, de anchas espaldas y harto feo, que si vos lo vierais sin los tantos atavíos que lleva bien vos parecería más un escudero que un buon cavaliere.

Gonzalo soltó una carcajada sin quitar los ojos del caballo.

-Pues que poco hombre para tanta maravilla, -puso la palma de la mano en la boca del animal a modo de juego para que hiciera ademán de morder y le dio una suave palmada en la frente- mayor gala me haría mí tan buen pollino.

-A fe que sí.

El sonido de unos pasos acelerados entrando en las cuadras pusieron en alerta a Gonzalo.

-Que no le falte heno y paja, que bien ganado se lo tiene.

Echó mano a una pequeña bolsa de cuero que le colgaba del cinto y le entregó un real de plata al mozo a la vez que le pedía amablemente que le dejara a solas. Por la puerta grande de las caballerizas entró Pedro Navarro, apenas había luz que permitiera verlo con claridad, pero Gonzalo bien sabía reconocer a uno de sus mejores capitanes. Sin darle tiempo a aproximarse Córdoba le importunó:

-Vos diréis Pedro, ¿con qué nuevas os presentáis?

Se inclinó levemente Pedro Navarro y a una distancia prudente procedió a explicarse con mucha paz:

Acaba de llegar un jinete por mandado del capitán Diego de Arellano, dice que dos días ha de que el duque de Nemours pasó por Andria, que su intención no es otra que poner cerco a esta ciudad en la que andamos acantonados, -hizo una mueca sarcástica e inclinó la cabeza- mas parece ser que por el camino el bravo Diego ha dado tal escabechina a los franceses que bien les han hecho lamerse las mataduras.

Gonzalo asentía con una leve sonrisa mientras se acariciaba la barba, una barba espesa y negra, muy desaliñada, tanto que bien recordaba a algunos de los moros a los que se había enfrentado en la Guerra de Granada. Se la dejó crecer en el mismo momento en que se encerró en Barletta y había dicho en más de una ocasión que no se la afeitaría hasta que no saliese de aquella ciudad si no era para ganar terreno.

-No esperaba menos de don Diego, mal acostumbrado nos tiene.

Salieron ambos de las caballerizas y en poco tiempo reunió Gonzalo a sus más principales capitanes para tomar una decisión. La cosa poco había cambiado desde el primer día en que se refugiaron en Barletta: la superioridad militar de los franceses era apabullante, los españoles y sus socios napolitanos estaban en clara inferioridad numérica, así que más les valía olvidarse de plantar cara a campo abierto como sugerían muy aguerridos algunos de sus hombres, al menos hasta que llegaran los refuerzos prometidos por el rey Fernando. Refuerzos de los que se dudaba, la preocupación de que los barcos de su Católica Majestad pudieran ser hundidos por la armada francesa crecía con el paso de los días, y con ello la inquietud de los hombres acantonados en Barletta.

-Continuaremos como hasta ahora, pondremos muy a punto las defensas de la villa y sus alrededores y aguardaremos apercibidos hasta la llegada de los refuerzos, -un pequeño murmullo se desató de repente y Gonzalo elevó el tono de voz marcando autoridad- mas no penséis que tendrán mucho tiempo para planificar el cerco, por santa María nuestra abogada que les faremos toda la guerra que podamos.

Volvió a aparecer el murmullo, esta vez con un tono más animoso.

-De noche atacaremos, porque así no nos puedan sentir cuando entremos y salgamos, y nos llevaremos por delante a quien toque, que aunque sean rastreadores buen desconcierto crea encontrar muertos por la mañana. Y a esta sazón bien cabría traer a relación que no estamos solos en esto, que por doquier tenemos amigos y buenos soldados que los franceses no han tomado en serio y han considerado mejor dejar atrás por querer venir a nosotros.

Las palabras de Gonzalo levantaron inmediatamente los ánimos de sus capitanes, era su actitud la propia de un líder, de esos con talento innato, capaces de conducir a sus hombres a una empresa suicida con la misma confianza que si fueran a quemar la choza de un pastor. No había tiempo que perder. Ordenó entonces Gonzalo ensillar los caballos necesarios y mandó a varios jinetes para que rápidamente comunicaran a las pequeñas guarniciones españolas que aún permanecían acantonadas que no dudaran en atacar las vías de suministros francesas o lanzaran alguna pequeña incursión a modo de distracción contra el virrey Armagnac.

Cuando la puerta este de Barletta se cerró y salió el último mensajero de la ciudad, los soldados acantonados formaron junto al puerto de la villa, el único lugar de la ciudad con capacidad para concentrar a varios miles de personas. Allí apareció el Gran Capitán a lomos de su caballo, subió por una pequeña rampa y se hizo el silencio. Gonzalo miró con severidad a sus hombres y a viva voz les hizo conscientes de lo desesperado la situación. En apenas unos segundos el sonido del mar gobernaba la estampa. No era sensación de miedo la que había entre la tropa, tampoco de duda, si algo habían aprendido aquellos hombres en momentos así era que tanto o más valía aferrarse a su Gran Capitán que a los amuletos que traían de casa o a esas crucetias de madera que repartían los frailes antes del combate. Con ardor guerrero Córdoba elevó su discurso y empujó a sus hombres a continuar con el ánimo que habían mantenido hasta aquel día, que recordaran las victorias pasadas, los compañeros caídos y las familias que quedaban esperando su regreso, que no olvidaran la grandeza sus majestades y que guardaran fe, pues Dios estaba con ellos. Un tremendo rugido rompió al unísono con elogios a Gonzalo, vivas a los monarcas y remembranzas al apóstol Santiago.

Tras el discurso la multitud se dispersó, cada uno marchó con sus respectivos mandos a cumplir las órdenes que tocaban. Unos fueron presto a poner muy a punto las defensas y otros corrieron a henchirse cintos y coseletes, afilar aceros y machacar pólvora, que todo cuanto se prepare es poco para la guerra. En esas mandó Gonzalo a sus capitanes que le reunieran a sus mejores hombres para encaminare a una misión que guardaba con mucho secreto. Alcanzaron a juntarle cerca de un millar de soldados, todos de muy buena fama, con un alto expediente de cicatrices en sus carnes. Cuando estuvieron muy a punto frente a la catedral de santa María la Mayor Gonzalo les ordenó que le siguieran. No hubo explicación alguna, nada comentó acerca de lo que les deparaba, más valía prevenir, pues recientemente un ballestero murciano había sido descubierto como espía en el real. Únicamente les dio una consigna:

-¡Llevad lo justo, no tardaremos en volver!

Caía la tarde, los últimos rayos del sol se resistían a desaparecer ante a la oscuridad del cielo. La puerta norte de Barletta se abrió con el fuerte rechinar del violento desliz de las cadenas, de su boca salían cientos de sombras en religioso silencio, con la única ánima de sus armas y encomendados al espíritu de su Capitán.

[Continuará]

Imagen de Augusto Ferrer Dalmau

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