El Gran Capitán (V): «Si vis pacem, para bellum».

El reparto de Nápoles acordado entre Luis XII y Fernando el Católico se había cumplido: el francés se quedaría con la zona más al norte; Fernando las provincias del sur, Apulia y Calabria. Todo parecía quedar en calma, nadie se les podía oponer, ni si quiera el Papa Alejandro VI, que a regañadientes había dado su beneplácito. Sin embargo todo se torció en poco tiempo.

Era mediodía, el sol caía con fuerza y resaltaba las flores del jardín, algunas cansadas de tanto calor iban camino de marchitarse, pero aún resistían: rosas, claveles, margaritas y violetas pintaban el recinto. Un pequeño chorro de agua brotaba de una curiosa fuente de piedra caliza, tenía forma de templo: fachada lisa decorada con volutas a ambos lados, coronada por un frontón sencillo, con relieve en los bordes; el agua caía en una especie de pila bautismal con forma de concha, la cual sostenía el resto de la fuente. Ya no era completamente blanca, el tiempo había hecho mella en la piedra, la humedad se notaba, pero no afeaba, al contrario, le sucedía como a los buenos vinos, mejoraba con la vejez.

El patio estaba custodiado por unos catorce hombres bien armados, dispuestos a lo que mandara su general. Gonzalo paseaba con tranquilidad, desconocía de quien era aquel palacio, habían pasado unos meses desde que había llegado a Tarento y aún desconocía el dueño, era lo que menos le preocupaba. Le urgía prisa avanzar en la ocupación de Nápoles y cumplir lo establecido en el Tratado de Granada, la hora de Fadrique (el rey napolitano) había llegado. Se quitó los guantes, avanzó hasta la fuente, tomó agua con la mano y se remojó el cuello.

-Don Gonzalo, ha llegado.

Córdoba arrancó una rosa y asintió con la cabeza. El guardia hizo pasar al hombre y se apartó. Un joven de unos trece años entró en el recinto, era de mediana estatura, ojos azules, cara ancha, imberbe, y pelo castaño; vestía una curiosa armadura decorada con exquisitos adornos que bien pudiera ser envidiada por cualquier general, aunque siendo sinceros, todo era pura pantomima. Aquel chiquillo a duras penas podía sostener una espada. El joven, cabizbajo, rostro desconcertado, traía una llave de plata en sus manos y buscaba a quién dirigirse, no sabía donde estaba ni qué tenía que hacer:

-No os preocupéis. Vuestra no es la culpa, y tampoco vuestra la responsabilidad.

Gonzalo jugaba con la rosa entre sus manos, acariciaba los pétalos y arrancaba algunas espinas con las uñas. El muchacho tenía la mirada perdida.

-Quien debiera rendir cuentas no es otro que vuestro padre, aunque tampoco… ¿Cómo iba a hacerlo? Aquesta hora irá camino de Francia.

Se acercó al joven, cogió la llave de plata y le hizo entrega de la rosa.

-Por ventura desconocéis que es eso de la orfandad y la parca aún no ha tenido por bien pasear a vuestro lado. Fadrique vivirá, y vos también Fernando. El rey don Fernando, mi señor, ha dispuesto que viajéis a Aragón y allí os proveerá futuro. A Fe cierta que siento esto, pero la política no es juego limpio, aquí se gana por virtud de mercedes y trampas.

Era el 1 de marzo de 1502, Tarento había claudicado tras casi cinco meses de asedio. Sus habitantes, contradiciendo los mandatos de Fadrique, entregaron al Gran Capitán la ciudad y el joven príncipe Fernando quedaba preso.

El reparto de Nápoles acordado entre Luis XII y Fernando el Católico se había cumplido: el francés se quedaría con la zona más al norteFernando las provincias del sur, Apulia y Calabria. Todo parecía quedar en calma, nadie se les podía oponer, ni si quiera el Papa Alejandro VI, que a regañadientes había dado su beneplácito. Sin embargo todo se torció en poco tiempo, y no por agentes externos, sino por los propios firmantes del Tratado de Granada. Amparándose en lo firmado, cada uno de los monarcas reclamaba para sí ciertas plazas que le correspondían al otro y hacían frontera. Gonzalo que era perro viejo -por esos días rondaba los cincuenta años- olió muy de cerca el conflicto y se preparó para lo que pudiera suceder.

En primer lugar mandó hacer recuento de tropas y aprovisionarlas como Dios mandaba, aunque se quedara sin caudales más valía tener a la tropa alta de moral que dejarla morir de hambre y que se dieran al saqueo y al pillaje, que nunca se sabía cuando iba a ser necesaria la colaboración de los napolitanos. Y en segundo lugar decidió tomar las riendas de la situación y platicar con los franceses en nombre del Rey Católico, que si su oficio era el de la guerra igual de bien se le daba despachar asuntos de Estado, nadie como él para defender los intereses de sus monarcas.

Acordó entrevistarse con el representante del rey francés, Luis de Armagnac, virrey de Nápoles y Duque de Nemours. Frisaba los treinta años, era bastante más joven que Gonzalo, pero se le veía prudente y sosegado, estaba a la altura de su cargo. Los dos dialogaron abiertamente y con toda confianza, estaban de acuerdo en no volver a las hostilidades y mantener la paz, de hecho ambos cedieron y acordaron el intercambio de unas plazas por otras. En estas, ambos recibieron noticias de que Felipe el Hermoso, yerno de sus Católicas Majestades, había llegado a Francia con la intención de mediar entre Luis XII y Fernando de Aragón, no por ahorrar muertes, sino por sacar tajada propia y desprestigiar a su suegro. Gonzalo, cuando supo de aquello comentó al Duque de Nemours: «Espero que vuestro rey no tome por consejero a quién en nuestra Corte es visto como un bufón». No se fiaba del Archiduque.

Pasaron los meses y las conversaciones se sucedieron, pero no había resolución, seguían estancadas, la decisión de Fernando el Católico era firme, «No ceder ni un palmo de terreno». Gonzalo, sin opción, tensaba la cuerda, sabía que en cuanto llegara el buen tiempo estallaría la guerra, era inevitable. A mediados de junio los franceses tomaron por sorpresa Atripalda, inmediatamente, el Gran Capitán resnpondió ocupando Troia. Días después se reunió por última vez con el Duque de Nemours, los dos sabían que no servía de nada. Aquel día la actitud del Duque cambió por completo, se mostraba agresivo y determinado, exigía la entrega de las plazas españolas y ofreció una rendición ventajosa, tenía superioridad numérica y jugaba con esa baza. Con gran pesar porque conocía el peligro, pero con agallas de veterano, Gonzalo se levantó de la mesa de negociaciones, miró complacido al Duque de Nemours, le señaló con el dedo índice y le espetó:

-Don Luis, no hay más plática. Decidle a vuestro rey que a mi señor no se le exige ni se le engaña. «Si vis pacem, para bellum».

Poco tiempo después unos dos mil suizos reforzaron las fuerzas francesas y se aprestaron a asediar la ciudad de Canosa. Pedro Navarro, ilustre soldado del rey don Fernando era el encargado de la defensa del lugar, tan solo contaba con unos quinientos hombres frente a los casi seis mil de los franceses. En menudo aprieto lo tenían metido. Durante tres días la artillería gala se cebó con las murallas de la ciudad, tanto que terminaron por triturarlas. Los españoles estaban fatigados y eran conscientes de sus flaquezas, más no podían rendir la plaza así como así y sin plantar cara, no era aquella la actitud propia de unos hombres que habían estado en constante pelea durante siglos. Se lanzaron los franceses contra la ciudad y fueron repelidos una vez, descansaron y cogieron fuerzas y volvieron a intentarlo corriendo la misma suerte. Era Pedro Navarro hombre de valía como ya he dicho antes y peleaba junto a sus hombres, tanto o más que ellos, dando la cara y haciéndose respetar como capitán.

Gonzalo se encontraba en Barletta con el grueso de su ejército, a unas cuatro leguas de Pedro Navarro, recibía día sí y día también noticias de Canosa, sabía de las penalidades que allí pasaban y dudaba en correr en su ayuda, era peligroso, los franceses le superaban en número y pronto llegarían más refuerzos, batirse en campo abierto era una locura. Meditó y llegó a la conclusión de que quizás fuera más ventajoso acantonarse, en Barletta, disponer de una fuerte defensa y esperar a que los franceses llegaran, que ya tendría él pólvora y acero en abundancia, y no le faltaría ingenio necesario para despachar a todo aquel que viniese a buscarlo, que en aquello de escaramuzas y asaltos no había quien le ganara.

Mandó Gonzalo un mensajero para que llevara a Pedro Navarro la orden de rendir Canosa con honra y volver con lo que tuviera. Y Pedro aceptó, lleno de rabia y dolor porque atrás dejaba unos trescientos cincuenta hombres con los que había combatido hombro con hombro y convivido como si fuesen de su familia. Los 150 españoles supervivientes salieron de Canosa en dirección a Barletta «con las banderas tendidas y a son de trompetas y atambores, salvas las haciendas y las personas». Quizás los franceses hubiesen ganado una batalla, pero la guerra no había hecho más que empezar.

[Continuará]

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