-Mantened las lanzas abajo y las banderas caídas.

Hacía ya varias horas que la noche había caído y la tropa llevaba andadas algo más de dos leguas. Gonzalo aún no había comunicado nada a ninguno de sus hombres, no hasta que regresaran los dos corredores de a caballo que había enviado para localizar la columna de Armagnac. Había salido de Barletta con unos 400 jinetes ligeros y casi 300 hombres de a pie, la mayoría de ellos armados con arcabuces y ballestas ¿Casualidad? No, tenía su lógica: golpear rápido y todos a la grupa, a galope tendido y rienda suelta para huir a toda prisa. Había dado un largo rodeo al camino principal para poder atacar por sorpresa al flanco derecho de la retaguardia francesa: si seguían el pequeño bosque que había frente al campo de viñedos tendrían una buena oportunidad.

-Arriesgada cosa es la que proponéis Gonzalo.

Comentó Pedro Navarro tras sorprender por la espalda al de Montilla.

-¿Acaso hay otra opción?

Los dos iban a pie, guiando con las riendas a sus corceles, como el resto de jinetes. En las cosas de la guerra no conviene cansar a los caballos, pues harto favor hacen en caso de peligro.

-El riesgo es grande, si no actuamos con presteza nos encerrarán y perderemos a nuestros mejores hombres.

-¿Preferís aguardar en Barletta? No estoy dispuesto a que nos cerquen como a gorrinos antes de la matanza, que poco a poco se les quita qué comer y el día que menos lo esperan les dan matarile -se manoseó la barba unos segundos, reflexivo-. No somos cerdos Pedro, somos jabalíes, algunos más viejos que otros, pero de colmillo afilado y con muy mala leche.

-Bien sabéis que a vuestro lado el cerdo más manso se vuelve puerco montés. Mejor morir junto a vos como tal que como lobo en solitario.

Gonzalo agachó la mirada y se mordió el labio para contener una leve sonrisa.

«Tap, tap, tap». Entre los árboles aparecieron dos oscuras siluetas de buena altura. Eran los dos exploradores que Gonzalo esperaba. Venían a trote largo, sin apenas equipo y los cascos de los caballo envueltos en paños, un viejo truco para que las herraduras hiciesen el menor ruido posible. Desmontaron en un abrir y cerrar de ojos, con los animales aún en movimiento, dieron razón al primer capitán que encontraron y éste corrió a avisar a Gonzalo. Era un contingente bien nutrido, casi 2.000 hombres sumando infantería y caballería, más abundante la primera y escasa la segunda. Aún no habían acampado, al parecer Armagnac dio orden de continuar a marcha forzada hasta estar cerca de Barletta. Los exploradores los habían seguido durante algo más de una hora, y en todo momento se habían percatado de algo clave: no andaban con mucho concierto, sino más bien en cierto desorden y con holgada confianza. Despachó Córdoba al capitán con un buen apretón en el brazo y se dirigió de nuevo a Pedro Navarro.

-Mejor así, que nos crean mansos.

Detuvo a su caballo, desenvainó la espada y comenzó a dibujar en el suelo.

-Que los de a caballo aligeren el paso y monten pasado aquel bajo. Que rodeen a los franceses y vuelvan a desmontar en los viñedos que hay al otro lado del camino. Que permanezcan gachos y apercibidos, y en cuanto escuchen el primer tiro de arcabuz que monten y carguen, que no se detengan a lancear ni espadar, que entren y salgan pronto. Y cuando Orduño levante el estandarte que cada jinete recoja a uno de los nuestros de a pie.

-Agora Gonzalo.

Pedro Navarro tiró de su caballo y tomó la delantera a Gonzalo.

-Ah, y que los capitanes informen de los planes. Es hora de que sepan qué se cuece.

En menos que canta un gallo toda la hueste estaba al tanto de la guisa. El reto animó a los más, de no ser porque era de noche y primaba guardar silencio, en aquel momento hubiesen comenzado a cantar y lanzar arengas y brabuconadas al viento, deseosos de una buena pelea y convencidos de su suerte. Por eso los había llevado, por eso los habían elegido sus capitanes como los mejores de entre los mejores, porque no temían a lo desconocido, porque eran capaces de plantar cara hasta al mismísimo Cisneros si así tocaba, porque eran los más despiadados y estaban hechos al peligro, porque eran hijos de Santiago y en la sangre llevaban la guerra.

Cuando los de a pie llegaron al lugar acordado se dispusieron con muy buen criterio: ballesteros y arcabuceros desplegados los unos junto a los otros, hincada la rodilla en tierra o tras los árboles, según la suerte, guardando una vara de distancia; tras los tiradores se agazaparon los rodeleros y los piqueros, apiñados, cuerpo a tierra, esperando con ansias la señal que les mandara derechos al matadero. El olor a pólvora y cuerda quemada se hacía cada vez más intenso, casi se podía masticar, los arcabuceros cuidaban con mimo las mechas prendidas, soplándolas y al mismo tiempo cubriéndolas con las manos, evitando que ninguna pequeña luminaria delatase su posición.

Al otro lado del camino, entre los viñedos, a un cuarto de legua del lugar por donde habían de pasar las tropas de Armagnac, los jinetes esperaban pacientes. Habían conseguido agachar a sus caballos y los mantenían tranquilos y en silencio con suaves caricias. De vez en cuando ante un extraño ruido o ante el vuelo de un búho alguno de los caballos trataba de incorporarse y alzaba la cabeza en busca del peligro, alertando a los demás animales y soltando algún bufido o relincho que rápidamente se contagiaba. «Sh… Sh… Bueno va… Bueno…».

-Me cago en la madre que parió a Boabdil… ¿Queréis mantener callados a esos caballos? -masculló Pedro Navarro lleno de ira-.

Pedro Navarro había quedado al mando de la caballería y estaba realmente nervioso. Aunque era buen jinete, lo suyo era pelear a pie, le daba igual si era en tierra o en alta mar, pero eso de comandar todo un grupo de caballería era nuevo para él. Gonzalo lo sabía, pero no tenía mejor hombre para comandar tan arriesgada misión.

«Pj, pj, pj!» La retaguardia de Armagnac se estaba acercando. Gonzelo dejó el caballo a un criado que iba con él y se apresuró a subirse a un árbol con con la ayuda de un soldado que andaba por allí. Los años pesaban más que la cota de malla, pensó, pero por fortuna aún conservaba destellos de agilidad. Miró a lo lejos y ahí estaban. El informante no se había equivocado, la columna marchaba de manera improvisada, casi desordenada, dejando al descubiertos los flancos y las espaldas. La fiesta estaba servida. Bajó Córdoba como buenamente pudo, deslizándose y llevándose las manos a los riñones. Medio recompuesto, pero con el rostro dolorido hizo una mueca de satisfacción y desenvainó su espada.

-Vamos allá.

Caminó Córdoba agachado hasta la línea de los arcabuceros, interesándose por cuantos hombres encontraba a su paso. Era perro viejo y sabía que aquello levantaba el ánimo de los soldados, estar codo con codo junto al Gran Capitán no era algo que uno pudiera vivir todos los días y menos conversar con él. Córdoba lo sabía, y por eso lo aprovechaba. «No estáis aquí por casualidad, creedme», dijo mientras daba una palmada en el casco a un rodelero, «¡Hacedme sentir orgulloso de la hueste que mando!», espetó poniéndose frente a los arcabuceros y ballesteros.

-Seguid las órdenes de vuestros capitanes, no me defraudéis. Que la Virgen nuestra señora nos ampare. -se santiguó Gonzalo y miró a la luna- «Ave María, gratia plena, Dominus tecum…»

Todos sus hombres le siguieron al unísono, santiguándose y repitiendo la oración entre susurros. Los más creyentes dibujaban una cruz en el suelo con la punta de la bota, que a la hora de batirse el acero toda superstición es poca.

«¡Pj! ¡Pj! ¡Pj!» Francia ha llegado. Gonzalo se giró con mucha flema, observando impasible el avance de los franceses.

-Aguardad a mi señal -dijo alzando la espada-.

Pasó de nuevo entre sus hombres y llegó hasta su caballo. El criado le ofreció ayuda para montar, pero la rechazó. Tomó aire Córdoba y espoleó al animal hasta colocarse en un lugar con algo más de visibilidad, donde los árboles no le estorbaran. Pasaban los franceses por el camino en estrecha columna, de cinco en cinco, aquello facilitaba mucho el trabajo de los tiradores, pensó para sí. Una fila, otra, otra más… Le costaba ver con claridad. Calma… Cuando apenas faltaban por pasar las últimas cuatro filas alzó su espada y dio un tajo al viento apuntando a los franceses.

-¡A ellos!

«¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Zap! ¡Zap! ¡Pum!». Una espesa nube de pólvora se levantó entre los árboles donde estaban apostados los tiradores. La columna francesa se detuvo al instante, en el camino los gritos de dolor y confusión se fundieron en una amarga agonía al observar que había varias decenas de hombres caídos, esputando sangre algunos e inmóviles otros. El poco concierto que guardaban lo habían perdido. Aprovechando lo confuso de la situación los ballesteros y los arcabuceros españoles recargaron a toda prisa, sin tiempo que perder, apuntaron rápidamente y soltaron otra tremebunda descarga «¡Pum! ¡Pum! ¡Zap! ¡Pum! ¡Zap! ¡Zap! ¡Pum!» Los franceses, que trataban de reorganizarse muy precariamente volvieron a quedar paralizados, acongojados ante la situación. Sabían de donde venían los disparos, pero, ¿cuántos eran? El humo de la pólvora engañaba bien.

-¡Tous retournent à vos positions!

Un jinete de unos cincuenta años cabalgaba entre sus hombres tratando de poner orden. Por las pintas que llevaba (caballo de primera y armadura milanesa con florituras) daba la impresión de que era el noble de turno al mando, pero, ¿quién era? Córdoba lo desconocía, aunque le resultaba familiar, pero en plena noche era difícil vislumbrar su rostro y aún más el blasón de su familia. Tampoco era lo primordial en medio de una refriega, ahora le tocaba a la infantería cumplir su cometido.

-¡Cargad a por ellos!

Por entonces la caballería al mando de Pedro Navarro ya hacía varios minutos que había montado. Ahora marchaba al trote corto en busca de la columna francesa. Rezad porque hayan hecho un buen destrozo les había dicho Pedro Navarro a los suyos. Se estaban aproximando. Los franceses se habían centrado en contener la acometida que salía del bosque dejando al descubierto su flanco izquierdo. Pedro Navarro pudo verlo con claridad.

-Señores, esta es la nuestra ¡Ahora o nunca!

Hincó suavemente las espuelas en su caballo y alargó el trote. Los demás jinetes se fueron abriendo conjugando la formación e inclinaron levemente sus lanzas.

-¡Santiago y a ellos! -gritó con furia Pedro Navarro mientras espoleaba violentamente su montura-.

Sus hombres contestaron a la vez con la misma consigna y se lanzaron al fuego de la batalla cegados por la adrenalina.

[Continuará]

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