-Tienen ustedes dos cojones.
El capitán Milans del Bosch les ofrecía un puro a cada uno felicitándolos por el éxito de la misión. Trujillo y el Torero aceptaron de buena gana el obsequio del capitán; Bigotes, impasible y frío lo ignoraba, tenía clavadas sus gélidas pupilas en la nada. Del Bosch insistió de nuevo sorprendido ante el duro semblante del muchacho, le introdujo el puro en un bolsillo de la guerrera y le dio una suave palmada. El capitán había quedado gratamente sorprendido con el resultado:
-Ya os dije que esos cabrones de la Luftwaffe suelen fallar poco, -apuntó con una maliciosa carcajada- y menos que van a fallar cuando pasen por encima de esas cuatro defensas -remató encendiéndose un puro-.
Tan pronto como los tres guripas despacharon el asunto con el capitán se reunieron con el resto del pelotón en el comedor de campaña.
-¡Coño, veníh de una piesah!
El Cordobés fue el primero en verlos, apartó de un manotazo la comida y dio un respingo buscando a los tres exploradores, no podía ocultar el entusiasmo al ver de vuelta a sus tres camaradas y mucho menos de reencontrarse con su buen amigo el Torero. Lo abrazó efusivamente, con las mismas ganas con las que abrazó a su hermano Guillermo cuando después de un año salió del campo de concentración. Aquí apenas habían transcurrido dos días, pero la guerra tenía la mala leche de convertir los minutos en horas, las horas en días y los días en años.
-Uno que sabe cuidarse… -soltó muy socarrón el Torero rascándose la mejilla-.
Se alegraron todos al ver de vuelta a sus camaradas. Oye, toma un cigarrillo, come que te va a dar algo, ¿vino, vodka?. Ninguno de los tres daba a basto con tanta vianda, cogían un poco de aquí, otro tanto de allí, daban un tiento largo al tinto y aprovechaban para rellenar la cajetilla de tabaco. Alguien dio una suave palmada en la espalda a Trujillo. Se sobresaltó, casi le cuesta asfixiarse con el trozo de carne que tenía en la boca. Giró la cabeza a la izquierda y ahí estaba el sargento Vázquez. Tragó Trujillo con mucho cuajo la pieza y saludó con firmeza a su superior.
-Así que cabo… -dejó caer el sargento pasándose el dedo índice por el bigotillo.
Salieron fuera del comedor, Vázquez le había ofrecido un cigarro a Trujillo y los dos fumaban con tranquilidad, como si no les fuera el tiempo, diluyendo los formalismos a los que comprometían los rangos. Bajo ese rostro serio el sargento acechaba con sana curiosidad a su pupilo, tenía el pie derecho apoyado en una caja de municiones vacía y estaba recostado sobre su rodilla.
-¿Bien Trujillo?
No era Vázquez hombre de muchas palabras, las justas y ya iban sobrando, su fama hacía más gala a sus hechos y su silencio que a su verbo. Trujillo lo sabía, tenía calado a su sargento desde la instrucción en Alemania, ya gastaba orden desde el principio, pero lo que tenía grabado en la memoria, lo que de verdad le había marcado, fue lo que presenció aquella noche, cuando aún estaban en Alemania.
Una tarde de agosto, aprovechando el permiso que habían recibido, el pelotón decidió »dar una vuelta» por Grafenwöhr, el pueblo que lindaba con el campamento donde estaban acuartelados los españoles. La opción de irse de putas había quedado descartada, ya estaban cansados de hacer cola para terminar despachados en quince minutos y las reprimendas del capellán González estaban recientes, así que lo más viable era llegar al primer bar que vieran, pillarse una buena correría y llegar al barracón cantando la Marimorena.
Con el Gaditano y la copla de «Don Triquitraque» en vanguardia los guripas entraron en la plaza del pueblo e irrumpieron entre palmas y risas en una taberna de buena apariencia. Aún quedaban unos pocos parroquianos apurando las últimas horas de escapada que les concedían sus mujeres. Pero estos importaban poco, la atención de los mortadelas se clavó en la camarera que recogía las jarras vacías y limpiaba las mesas, era una germana de buen talle, pecho disimulado y generosas caderas, el cabello rubio -para variar-, recogido en una gruesa trenza, «¡Ole las mujeres guapas!». Tras la barra el dueño del bar, un tipo de complexión ancha, calvo y con un bigote a lo prusiano, gastaba buen humor o al menos eso les pareció a los españoles, que vieron como ¨Lerroux¨ -así lo bautizaron por el mostacho- se regocijaba con la llegada de los peninsulares. «¡Bier amic!», vociferó Miguel con su acento catalán, «Eso, eso ¡Que no falte!» exigía divertido Bigotes.
La juerga transcurrió bien, cerveza aquí y allá, las jarras deslizándose por la barra de dos en dos, chistes y cancioncillas, piropos a la camarera, acercamientos infructuosos y alguna coplilla pícara para llamar su atención. La cosa se trocó a eso de la media noche, cuando apareció aquel cabrón uniformado. Mareado y torpón, así hizo su entrada triunfal el espectro de metro noventa. Se acercó a los españoles y se irguió tratando de aparentar una entereza que había perdido hace un par de botellas de advokaat. Los miraba inquisitivo, estudiando a la calaña que tenía enfrente. Cara alargada y mentón cuadrado, el afeitado muy apurado y las facciones duras y un tanto decrépitas, los ojos enrojecidos a reventar apenas dejaban ver el iris azul. La estrella sobre la hombrera plateada delataba el rango de teniente. Fin de la verbena, concluyeron. Se cuadraron y saludaron. No solían tener mucho trato con los alemanes, tampoco les guardaban especial simpatía, pero a fin de cuentas era un oficial y ninguno quería que le metieran un paquete.
Se quitó la gorra de plato y la guardó en la axila, tragó un hipo y guiñando el ojo señaló a Paco Chaqueta. Le hizo un ademán para que se acercara, de primeras Paco dudó, pero en cuanto vio que la mano enguantada del oficial rozaba la funda de la pistola se apresuró ponerse ante él y cuadrarse. La tensión podía palparse, ninguno imaginaba como terminaría aquello. «Como tenga cojoneh de haserle argo le corto er cuello» masculló entre dientes el Cordobés. El teniente se fijaba ahora en el cuello de la camisa azul que sobresalía del uniforme del pobre Paco, la agarró con desprecio, «Spanische Scheiße». Lo dijo con asco, aunque también pudo ser en tono amenazante o cabreado, cualquier cosa que se diga en alemán suena a lo mismo. Esputó en el suelo y apartó al español con muy malas maneras. «Komm schon, singe wie vorher», exigió.
Ninguno de los guripas entendía nada, la única respuesta que encontraban eran codazos nerviosos y miradas de tierra trágame. Tomando el silencio por chanza el orgullo de la raza aria perdió los estribos, desabrochó la funda y sacó la Parabellum. Hasta aquí hemos llegado, pensaron. «Singe, singe…», repetía apurado el dueño del bar, entonces garraspeó y entonó un poco «Na, na, na, na, naa, na, na, na…. Wie einst Lili Marleen… ¿Ja?», «Qué bien te explicas Lerroux», comentó Bigotes en voz baja. Por fin parecieron comprender lo que que el herr decía. Aplaudió el teniente, el semblante parecía haberle cambiado, «Das ist gut». «Gaditano, corre, arráncate tú, nosotros te acompañamos», espetó Trujillo palmeando. Al poco el bueno del gaditano cantó un tanguillo de Cádiz con el que sus camaradas se vinieron arriba, incluso Lerroux y la camarera parecían disfrutar, no sucedía lo mismo con el teniente alemán, comenzaba a agriar el semblante.
La puerta del bar se abrió. El oficial, concentrado en sus clases de canto, no advirtió el detalle, pero los soldados españoles sí, era Vázquez. El sargento no dijo ni una palabra, se limitó a guardarse la gorrilla bajo la hombrera, cambiarse el cigarro de lado de la boca y recostarse en la pared a la espera de más acontecimientos. «¡Nein, nein! Arschloch…», el teniente despachó al Gaditano con un soberano puñetazo en el ojo izquierdo que lo tiró al suelo. Fin de la actuación. El Largo fue a atender a su compañero que se quejaba amargamente del golpe, los demás se encararon con el alemán que ahora volvía a echar mano a su Luger y vociferaba descontrolado. «Como a alguien se le ocurra tocar al teniente lo cuelgo ahí en la plaza», se hizo el silencio, todos miraban a Vázquez llenos de incredulidad. «Todos fuera de aquí, a vuestros putos barracones ¡Es una orden!», nadie rechistó, dejaron sobre la barra lo que debían y recogieron sus cosas. «Tú no Gaditano, tú te quedas», sonó frío y afilado como un cuchillo, agarró al soldado de una manga y lo puso a su lado.
«Yo me quedo aquí por si acaso» le dijo Trujillo al Cordobés y a Miguel cuando salieron a la calle, déjate de tonterías y vente, le inquirieron, hago lo que me sale de los cojones, respondió, y tras recibir un vete a tomar por culo y la bendición de sus amigos se apostó en la ventana del bar atendiendo a lo que sucedía. El sargento Vázquez había invitado al teniente a una cerveza, asentía a lo que iba diciendo, seguramente no lo entendía pero qué más daba, ahora era su nuevo amigo. Apretando los puños con mucha rabia para contener el dolor y sin levantar la mirada el Gaditano aguantaba estóicamente las palabras y señalamientos de aquel demonio al que en otras circunstancias habría rajado sin pensarlo. Viendo que el ánimo del germano se sosegaba por momentos Vázquez aprovechó para ofrecerle un cigarro, «Gaditano, cuando te empuje sal por la puerta» dijo Vázquez amablemente con la mirada clavada en el teniente, éste tomó el pitillo con un danken y dio la mano al sargento español. Sonrió Vázquez y acto seguido empujó de malos modos al Gaditano que terminó yéndose del bar sin merecer más atención que una mueca despectiva del teniente. Trujillo lo llamó al verlo fuera, el otro se sorprendió y acudió a donde estaba su camarada, por un momento se preocupó por el ojo del Gaditano, pero pronto advirtió algo, Vázquez y el teniente alemán salían fuera.
El sargento dio lumbre al oficial y ambos caminaron por la plaza hasta internare en las calles de Grafenwöhr. Allá que les siguieron Trujillo y el Gaditano. El paseo se hizo bastante largo, ya no solo por los tropiezos del teniente, también porque llegaron hasta un bosquecillo a las afueras. A esas alturas el teniente alemán ya consideraba a Vázquez un hermano, no había parado de hablarle en todo el camino e incluso, para sorpresa del sargento, le había llorado un par de veces. Trujillo y el Gaditano permanecían observando tras un montón de leña, a unos cuarenta metros del teniente y el sargento.
Se apartó un momento el oficial alemán y sin parar de hablar dio la espalda a su nuevo amigo y comenzó a orinar. Vázquez no lo dudó, aprovechó para sacar el cuchillo y en un rápido y mecánico movimiento le tapó la boca y le clavó la hoja de siete pulgadas en el gaznate, giró violentamente la muñeca a la derecha y tiró del cuchillo hacia fuera. Un brutal chorro de sangre brotó de la hendija, el teniente movía bruscamente la cabeza y braceaba a la desesperada. Manteniendo las distancias con cuidado de no mancharse remató la faena apuñalando a su presa una y otra vez en el corazón. Cuando dejó de moverse le dio una patada y el cadáver cayó de boca sobre el charco de orina.
«Cuando queráis salís de ahí y me ayudáis», acudieron los dos soldados, atónitos a todo cuanto había sucedido, ninguno preguntó nada al sargento, no había huevos, le ayudaron religiosamente a esconder el cuerpo del teniente y no hubo más. Cogieron un par de palas que había en una pocilga cercana y tras caminar unos cien pasos más allá de donde estaba el cuerpo del teniente, dentro del bosque, cavaron un hoyo y allí lo metieron. No se volvió a hablar del tema. Los días siguientes se montó un gran revuelo en el campamento, varias patrullas salieron en busca del teniente desaparecido, pero Vázquez estaba tranquilo, aquello ya no era asunto suyo, en un par de días estaría camino de Rusia.
Trujillo dibujaba abanicos de barro con el pie, lo recordaba como si fuera ayer:
-En peores nos hemos visto sargento.
[Continuará]