Castelnuovo, sangre y gloria III

Unos días después del desembarco de Barbarroja, Ulamen, el gobernador persa, llegó por tierra con sus treinta mil soldados. Ulamen no venía con muy buen genio, se quejaba del angosto viaje en todo momento y estaba impaciente por comenzar con el asedio. Desde luego el obeso gobernador no tenía ni la más remota idea de contra quienes se enfrentaba, más quiso la fortuna que los suyos se encontraran bajo el mando de Barbarroja, muy ducho en estos temas, así que no iba a permitir que aquel tipo le desbaratara los planes con alguna de sus locuras. Que lo que tenía delante eran tercios españoles y no desnutridos pastores de las estepas.

Tan pronto como Barbarroja lo ordenó, gastadores y zapadores se dedicaron a construir trincheras y plataformas para los cañones. Y así se llevaron cinco días ¡Y qué días!… Cada noche pasaba algo: bien te podías encontrar una centena de turcos degollados, como que salía ardiendo lo poco que tenían construido… Los muy hideputas de los españoles esperaban hasta la madrugada y salían lo mismo que zorros, en silencio, para así montar alguna que otra encamisada, y voto a Dios que se dejaban el alma en ello, y si no que lo cuenten los mil pobres diablos que no despertaron nunca más, entre los cuales estaba Agi, uno de los oficiales más queridos de Barbarroja.

A pesar de todos estos intentos por ralentizar al enemigo y las bajas causadas, los sitiadores consiguieron construir unas cinco elevaciones para bombardear a los españoles por todos los sitios posibles. En uno de estos días del asedio un grupo de jenízaros se plantaron ante las murallas de la fortificación y allí empezaron a dar voces y a escupir en el suelo. El vigía los miraba aburrido y asintiendo a todo cuanto decían, total, ¨hablaban en persa¨. La cosa cambió cuando uno de los jenízaros que sabía algo de castellano dijo <<que un español valía por dos soldados turcos, pero un jenízaro valía por dos españoles>> .

Unos ochocientos hombres salieron encabezados por Machín de Munguía y Sarmiento, bien equipados, embistiendo como toros a esos ilusos jenízaros. Con mucha rabia los españoles se dejaban todas las energías en cada lanzada, en cada estocada, en cada tajo, puñetazo y patada. En medio del enfrentamiento y con mucha viveza Munguía divisó al oficial de aquellos turcos, repartió tajos a diestro y siniestro dirigiéndose hacia él y en cuanto lo tuvo a su alcance lo desarmó, le golpeó la cara con el mango de la espado, lo agarró por la solapas de la túnica, sacó su pistola de rueda, se la plantó en el morro y ahí mismo le descargó pólvora, plomo y hasta las bendiciones.

Los jenízaros, viéndose desbordados, corrieron por salvar la vida y retirándose a toda prisa llegaron a meterse en mar. Esto provocó la ira de Barbarroja pues significaba una pérdida de reputación enorme y además le habían matado a casi a tres cuartas partes de sus tropas de élite. A partir de entonces el plan de Barbarroja cambió, ahora la iniciativa la tomaría la artillería y evitaría todo lo posible el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. El bombardeo se prolongó durante nueve días y nueve noches. En este tiempo los españoles buscaron el enfrentamiento por las mañanas; y durante la noche, para asombro de los turcos, se dedicaban a reconstruir lo destruido.

El décimo día se produjo el primer asalto, y lo cierto es que no fue coser y cantar como los enfrentamientos anteriores. En esta ocasión los musulmanes se tiraron con uñas y dientes contra las murallas, intentando asaltar la fortificación como fuera posible, más los españoles se defendieron bien. Y si a estos les costó cara la defensa, a los turcos les pasó mayor factura el ataque.

En los días siguientes los asaltos prosiguieron, y en uno de ellos como dirían los presentes, ¨se produjo una gran matanza¨. Según sus palabras ¨los españoles estaban bravos, como los leones cuando se les encierran y enojan. Y aquella mañana salieron seiscientos españoles con tanta furia y denuedo que volvieron a conseguir devolver a los invasores hasta la playa¨.

Aquella noche Sarmiento reclamó otros seiscientos voluntarios, les hizo cubrirse la cara de hollín y les ordenó hacerse de daga y espada. De pronto las puertas de la fortaleza española se abrieron de par en par y al momento cientos de sombras aparecieron ante las narices de los turcos. Qué Dios los pillara confesados, porque no era para menos, allí estaban los tercios, daga en boca, gritando cual demonios y corriendo a pecho descubierto, como si no temieran la muerte. El pánico se adueñó de los turcos y se desató una estampida que arrolló con todo lo que pilló a su paso, incluso llegaron a pisotear la tienda del mismísimo Barbarroja y tuvieron que llevárselo a rastras para ponerlo a salvo. Sarmiento ordenó nuevamente la retirada dejando tras de sí unos cuatro mil turcos muertos y perdiendo él casi cien hombres.

Y así, día tras día los españoles siguieron resistiendo como buenamente podían, espada o arcabuz en mano, con la mecha siempre encendida, y aferrados a Dios hasta el último suspiro de sus vidas. Pero cierto día Sarmiento haciendo recuento cae en la cuenta de que había perdido a más de mil hombres y sabía de sobra que esto se haría notar cada vez más en los sucesivos enfrentamientos. Por estas fechas también se dieron algunas deserciones, entre las cuales destacaron la de 2 moriscos del reino de Granada que al parecer habían mantenido conversación con Barbarroja, y aunque Sarmiento los mandó ahorcar ya era tarde, pues habían chivado al enemigo la manera de penetrar en la fortaleza, que no era otra que atacando la ciudadela Norte.

Barbarroja mandó bombardear por tierra y mar dicha zona, y voto a Dios que fue sin descanso, porque cuando los turcos asaltaron nuevamente la fortaleza no quedaban nada de aquella parte de la muralla. Los turcos entraron en tromba. Los españoles nada podían hacer más que aferrarse a sus armas y encomendarse a Dios, sabían que aquel día tenían grabado su destino, pero no iban a dejar que el diablo se los llevase así como así.

Por más que intentaron los turcos romper con la línea española no eran capaces de atravesar aquel muro de picas y arcabuces. En estas llegaron los jenízaros, apostaron sus mosquetes y descargaron una gran nube de pólvora, seguidamente lanzaron piñatas impregnadas de fuego griego y otros proyectiles. El muro de lanzas se deshizo por completo, ahora los españoles retrocedían ordenadamente, trataban de atraer a los enemigos a su trampa: una mina que habían construido a base de barriles de pólvora. En cuanto los infieles pisaron el terreno maldito, Munguía detonó la sorpresa y decenas de turcos volaron por los aires. Aquello no atemorizó a los invasores, que seguían llegando a cientos.

A pesar del desastre inicial y la continua acometida enemiga, los españoles aun mantenían a raya a los turcos y juro por Dios que ambos pasaron las de Caín. En cuanto comenzó a anochecer los oficiales musulmanes hicieron recuento de bajas y decidieron retirarse. No quedaba tiempo, ya mañana darían el golpe de gracia.

Aquel día, tras la retirada del turco, la compañía de Sarmiento quedaba muy diezmada, apenas quedaban una centena de hombres para resistir nuevamente.

Fotografía de Valischka Fotografía: https://www.facebook.com/Valischkas/photos/a.1632010246850556/1645350172183230/?type=3

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