Canosa, agosto de 1502. En la torre del homenaje una enorme bandera azul acababa de ser izada. En el fondo cian, un par de ángeles custodiaban tres flores de lis que brillaban radiantes bajo una corona. «Hourra!» gritó un soldado lanzando su casco al aire. «Hourra!» respondieron todos al unísono. El escudo de armas de Luis XII cada vez era más conocido en Nápoles. Cada día que pasaba, el imponente ejército francés avanzaba sin obstáculos, sin una sola resistencia. El Gran Capitán había dado orden a sus comandantes de evitar el enfrentamiento directo a toda costa, por el momento no había posibilidades: en número los franceses eran superiores y en concentración también. Las fuerzas españolas se encontraban dispersas, pero desde que Pedro Navarro recibió la orden de abandonar Canosa, Gonzalo había mandado que todo el que pudiese se replegara hacia Barletta. Allí preparaba una concienzuda y eficaz defensa. Algunos de sus mandos rechazaban la idea de atrincherarse y le pedían a su general que planificase una batalla a campo abierto, confiando en que pronto llegarían los refuerzos que había prometido Fernando el Católico, sin embargo, Córdoba dudaba, para cuando las fuerzas de refresco desembarcasen, la suerte de los que estaban en Barletta ya sería historia. Acalló todas las quejas y volvió al plan original.
El virrey francés Luis de Armagnac, duque de Nemours, había recibido informes acerca de los refuerzos españoles, y ni corto ni perezoso decidió marchar con todo su ejército y pillar por sorpresa a Gonzalo en Barletta. Pero poco a poco, no convenía precipitarse, aún quedaba tiempo. Así que dando un rodeo hacia el sur, los franceses se dirigieron a Bitonto, una villa sin apenas importancia, pero crucial para cercar la posición del Gran Capitán. La población de Bitonto no opuso resistencia, pero sucedía que en el pueblo había un gobernador castellano, y aunque le inquirieron entregarse, éste rehusó. De la escasa guarnición que allí había, el gobernador escogió a doce hombres para que resistieran junto a él en el castillo de la villa, al resto les ordenó marchar a Barletta y reagruparse con el grueso del ejército español. Pasaron tres días, y el virrey francés, cansado ya de tantas largas y negativas, decidió acabar de una vez por todas con aquello. Que una docena de hombres retrasara el avance de un ejército era insultante. Apostó los cañones apuntando a la torre principal y durante un día y una noche, un bombardeo continuado machacó las defensas hasta hacer una brecha. Los franceses entraron a saco y no hicieron prisioneros.
Tras asegurar su posición, Armagnac marchó sobre Barletta. No había tiempo que perder, sus informantes le habían comunicado que los refuerzos españoles estaban al caer. Los tres días de retraso le habían salido más caros de lo que esperaba. Aun así marchó confiado, seguro de su fuerza, de que nadie se interpondría en su camino. Y así fue, salvo por una pequeña excepción. Cuando los franceses pasaron cerca de Andria, el capitán Diego de Arellano, que contaba con una guarnición de unos doscientos hombres, salió a su encuentro preparándoles una pequeña emboscada. A pesar de recibir órdenes de evitar cualquier enfrentamiento, Arellano no se lo pensó dos veces, más valía darles un pequeño susto a los franceses y demostrarles de que eran capaces un puñado de españoles. Así pues, apostando a sus arcabuceros y a sus ballesteros a ambos lados del camino, entre toda una suerte de encinas, matorrales y muretes para el ganado, aguardó pacientemente la llegada de los gabachos, y en un descuidado campo de olivos, no muy lejos del sendero, mandó a la caballería esconderse. Dictó también Diego de Arellano, atar una cuerda a una encina que había justo al borde izquierdo de la senda y pasarla al otro extremo, cubriéndola con tierra para que no se viera. Dejó a Mendía, uno de sus hombres más rudos, a cargo de ella.
Sería mediodía, la calor apretaba con mucha fuerza y las horas se hacían muy largas, las mechas prendidas de los arcabuces no ayudaban a soportar aquello. Primero pasaron cuatro exploradores a caballo, trote corto, reconociendo bien el terreno y asegurándose de que todo estaba despejado. Los españoles guardaban silencio, permanecían al acecho tras sus parapetos. «Tap, tap, tap, tap» los jinetes cabalgaban relajados, mantenían lo que parecía una agradable conversación. Se acercaban a la trampa. El capitán Diego de Arellano, agazapado tras un matorral, respiraba despacio, intentando controlar los nervios. Vio como uno de los exploradores lanzó una mirada furtiva a la izquierda del camino. Mierda, pensó, las sombras nos han delatado. Alzó el francés la mano y tiró de las riendas con mucha violencia, frenando a su caballo en seco y cortando la conversación de sus compañeros, como indicando que algo no iba bien. Arellano observaba preocupado, sudaba como un cerdo. Con el pulso muy acelerado se secó la frente, acto seguido echó mano a una bota de vino que llevaba colgada al cinto y le metió un buen trago. «Danger, revenons en arrière!», giró el francés con brusquedad a su caballo y apretó las espuelas. «¡Rediós, ya!» No le dio tiempo a poner el corcho a la bota, el vino se derramaba por el suelo al tiempo que él se erguía y daba la señal pertinente. No convenía hacer mucho ruido. Como si de asesinos profesionales se tratase, solo los ballesteros salieron de sus escondites. «Zap, zap, zap», tres disparos: uno en el cuello al que tenía el brazo en alto, otro por la espalda al de su derecha y el tercero en el estómago al que iba más adelantado. El jinete superviviente consiguió zafarse y cabalgó a la desesperada, pero en esas, Mendía hizo de las suyas, tiró fuerte de la cuerda y el explorador se golpeó en la cara, cayendo de espaldas. Fue instintivo, tal y como iba cayendo, Mendía sacó el cuchillo, se lanzó a por él, le tapó la boca y le rajó el gaznate. Limpio y rápido. Lo mismo hicieron sus camaradas con el resto de los caídos. Las cosas no pueden dejarse a medias, hay que asegurarse, solía decir el capitán.
Dos jinetes españoles se acercaron, tomaron por las riendas a los cuatro caballos y se los llevaron a donde aguardaba el resto de la caballería. El capitán Arellano ordenó que moviesen la tierra y disimularan la sangre, respecto a los cuerpos… Bueno, que los escondieran como buenamente pudiesen. Volvieran todos a sus recovecos, y esta vez, Diego de Arellano les advirtió que guardaran más cuidado con las sombras. Pasaron las horas, y el capitán, aburrido, lejos de esperar a los franceses, echaba muy en falta su vino: un buen tinto de Guadalcanal que había robado con mucho mimo a su paso por una taberna de aquel pueblo, justo antes de embarcarse rumbo a Italia. «La Virgen… Seré hideptua…» farfullaba entre dientes con tono carrasposo. Achinaba los ojos y enseñaba los dientes, molestado por el sol, esperando fatigado lo que estaba por venir. «Chss, chss. Capitán, por Santiago que esos de ahí no son familia nuestra ni vienen por facernos bien alguno». Diego se llevó el dedo índice a la boca y le hizo un gesto para que se escondiera. Miles de pasos se oían a lo lejos, cada vez más próximos. Arcabuceros y ballesteros se preparaban a conciencia, los primeros soplando con cuidado para mantener prendida la mecha, los segundos tensando sus armas y cargando saetas. ¿Y Mendía? Nada nervioso, se limpiaba en el jubón la sangre de las manos y recogía la cuerda.
Ahí estaban. Los españoles guardaban silencio, permanecían al acecho, como un lince que está apunto de saltar sobre su presa. Arellano contaba: primera línea, segunda línea, tercera, cuarta… Es el momento. «¡Santiago!». El capitán salió de su escondite y acto seguido arcabuceros y ballesteros dispararon a partes iguales, con más o menos acierto, pero provocando el pánico entre los franceses. Aquella era la señal, la caballería española salió de los olivos y marchó a toda prisa. En esas, el capitán Diego Arellano y los suyos se habían lanzado contra la desordenada columna francesa, a la espera de sacar buena tajada de la situación. Tajo aquí y tajo allá, toma arena en los ojos y patada en la entrepierna, agarra ese puñetazo y controla este mandoble. Sin embargo, a pesar de que se las estaban gastando bastante bien, sabían que no podrían aguantar mucho contra tantos soldados, y antes de que las fuerzas flaqueasen apareció la caballería. Cargaban a toda prisa, lanza en mano y grito al cielo. Primera embestida, no quedó nadie en pie, hasta los propios españoles fueron arrollados. Los jinetes se alejaron levantando una gran polvareda. Como buenamente pudieron, unos y otros se pusieron en pie, probando a ver si tenían algún hueso roto, mas no tuvieron mucho tiempo para comprobarlo. Para cuando parecía que el combate iba a reanudarse, volvió a aparecer la caballería española. Segunda embestida, retirada y servicio de transporte. Sacando fuerzas de flaqueza, hastiados de tanta acción, los soldados de a pie subieron a lomos de los caballos. Los había de dos y de tres plazas, según lo que aguantara el animal.
Salieron de allí cuantos pudieron, la mayor parte de la tropa del capitán Diego Arellano. Volvieron pronto a Andria, dispuestos y preparados para la defensa, suponían que aquella afrenta no pasaría desapercibida para el virrey Luis de Armagnac. Y lo cierto es que no se lo tomó muy bien, juró venganza, esos bribones habían dejado sobre aquel camino a casi trescientos franceses desparramados sobre su propia sangre, pero a pesar de todo, no podía perder el tiempo con algo secundario. Barletta estaba a dos horas a pie, y el verdadero objetivo era terminar con Gonzalo Fernández de Córdoba y poner fin a la guerra.
[Continuará]