El canto de tucanes y quetzales componían la melodía que acompañaba a españoles e indígenas mientras cruzaban la arboleda. Atrás quedaba Escalante en Veracruz con unos cuantos hombres; delante, Cortés y los suyos avanzaban jungla a través, dirigidos por el jefe nativo que los acompañaba, éste conocía muy bien la zona y sabía cómo llegar hasta la capital.
Nos encontramos a finales de agosto del año 1519, hacía ya dos semanas que Hernán y los suyos partieron desde la villa de Veracruz, dos semanas que se habían hecho muy largas debido al angosto caminar por la peligrosa selva. Los castellanos estaban hasta las narices, permanecer en guardia todo el santo día o empaparse hasta los huesos a causa de la humedad no resultaba precisamente agradable, como tampoco lo era ver a los indios practicando la sodomía a falta de mujeres. Así que ya pueden imaginarse como las blasfemias y el recuerdo de padres y difuntos de más de uno, componían un rico vergel de palabras mayores que hacían al pobre de fray Olmedo santiguarse cada dos por tres.
El jefe guerrero que los acompañaba divisó al fin una ciudad entre la maleza y comentó a Cortés (por medio de sus traductores), que se trataba de Tlaxcala, un Estado fuerte y enemistado con los aztecas desde que estos últimos decretaron las Guerras Florales. Con estas ¨guerras¨ los mexicas atacaban Tlaxcala para hacer prisioneros que luego sacrificarían en Tenochtitlan. La primera impresión de Cortés fue grata, seguro que lo recibirían bien y se prestarían a ayudarle sin problema alguno; nada más lejos de la realidad. Al llegar la expedición allí, los tlaxcaltecas les impidieron el paso y uno de los líderes locales, Portal Florido, los acusó de haber recibido presentes de los aztecas. Además, no dejaban de ser extranjeros, lo que gustaba aún menos, por lo que en parte, se repitió lo de Potonchán -¿No me dejas pasar? Muy bien, prepárate a luchar-.
En esta ocasión los enemigos fueron mucho más numerosos y las condiciones no se presentaban igual de favorables, pues tenían tras ellos un desfiladero, mala cosa. Los tlaxcaltecas se lanzaron desordenados y gritando como demonios, los indios de Cortés se prestaron igual de alborotados y chocaron con mucha furia. Rápidamente, Hernán pidió a los veteranos que organizasen a los españoles a la usanza de las guerras de Italia, y en menos que canta un gallo, allí estaban aquellos antiguos tercios en formación cerrada, esperando a los indígenas. Una avalancha de nativos se cernió sobre esos soldados tan duchos en combate, pobres ingenuos, las lanzas españolas creaban macabros pinchos humanos y el famoso acero castellano seguía haciendo de las suyas. De pronto, para aliviar la presión, Cortés y 14 jinetes más, se lanzaron contra los indios, arrollando a todo el que se ponía por delante y desordenando aún más aquel guirigay. Y cómo no, Alvarado ordenó a cañones, ballestas y arcabuces que abrieran fuego. El humo empañó todo el campo de batalla durante varios minutos y el olor a pólvora podía respirarse por doquier. Cuando todo se despejó, los indios se encontraban frente a ellos, temblando e invocando a sus dioses, totalmente aterrorizados, la rendición era clara.
Las autoridades de Tlaxcala, viendo atónitos como los rostros pálidos acababan de aniquilar aquel ejército, se personaron ante Cortés y le ofrecieron la paz y ayuda que solicitó al principio. Quizás lo hicieran por temor, pero a la postre se aferrarán a los españoles como sus más leales aliados, porque verán en ellos un enemigo letal para los aztecas. Calmadas las aguas, Hernán les comentó su idea de llegar hasta Tenochtitlan y tomar la ciudad para así liberar Tlaxcala –creo que mejor me ahorro lo que pasará posteriormente con los liberados- y devolver la paz al Estado. Los tlaxcaltecas le brindaron un gran número de hombres para tal campaña; y con el fin de poder diferenciarlos y no cometer exceso de bajas aliadas, Cortés pidió que todos los nativos que fueran con él llevaran una tela roja atada al brazo.
Bien reaprovisionados de víveres y hombres, la expedición se puso nuevamente en marcha. El largo trasiego los llevó hasta una gran urbe coronada por una impresionante montaña blanca al fondo, Cholula, la segunda ciudad más grande tras Tenochtitlan y aliada de la misma. Los tlaxcaltecas informaron a Cortés de que aquella gente no era de fiar, pues si bien ahora se presentaban cómo fieles aliados de los aztecas, no hace mucho se daban de garrotazos entre ellos. Bien enterado del cuento, Hernán mandó llamar a Alvarado y Sandoval, les comentó el supuesto carácter de la gente de Cholula y les ordenó que la tropa permaneciera atenta en todo momento, y si observaban cualquier cosa extraña debían correr prestos a avisarle.
Cómo era de esperar, la ciudad acogió de buena falsedad a los españoles, pues ya desde el primer momento se notó cierta tensión, varias miradas de odio se cruzaban entre los habitantes del lugar y los indios que Cortés llevaba. El sumo sacerdote de Cholula invitó a los españoles al patio del templo, donde les daría una buena comida, mas Cortés desconfiaba y como era de esperar no accedió. Para aliviar tensiones e imponer cierto miedo, Hernán pidió a Jaramillo que atase un caballo a un árbol y le acercase una yegua, de modo que no pudiera llegar a ella, pero que se excitase y formara una buena algarabía. Entonces reclamó Cortés al sacerdote para que contemplara aquel espectáculo; y vaya que si lo contempló, podían verse las piernas del indio y su séquito temblar, además, sus palabras no eran más que balbuceos, el propósito de Cortés había dado sus frutos.
En esas estaban cuando de pronto Díaz del Castillo llegó apresurado ante Hernán, traía cara de pocos amigos. Cortés salió extrañado y le preguntó que sucedía. Del Castillo le relató que junto al templo mayor había cientos de estacas con collares muy llamativos y que acababa de observar como los chamanes afilaban unos pequeños cuchillos de punta de obsidiana. Marina, que conocía aquellos ritos, pronto dedujo que estaban preparando sacrificios en masa, así que la invitación al templo mayor tenía un doble sentido. Hernán no daba crédito, pero tampoco se extrañó demasiado, así que reclamó a Alvarado, su más maquiavélico capitán y le ordenó que esa misma noche, cambiaran las tornas de la emboscada.
Llegada la madrugada, Alvarado colocó a los arcabuceros y ballesteros en las terrazas que rodeaban al templo mayor y ordenó a sus indios que permanecieran en las calles al acecho de cualquier guerrero. En esto, Cortés apareció para saludar al sumo sacerdote a los pies del santuario y con mucha flema sacó la espada, le soltó un buen tajo en el gaznate y dio la señal pertinente, comenzaba la escaramuza. Ante los disparos, un buen número de guerreros que salía del templo fueron acribillados, los indios corrían aquí y allá pero los tlaxcaltecas que acechaban en la oscuridad les daban caza, los gritos eran constantes y la sangre derramada encharcaba las calzadas del lugar. Unos caían degollados, otros apuñalados, el que más y el que menos recibía una pedrada… Seis mil muertos dieron cuenta en Cholula de que los españoles no eran presa fácil.
Terminado el trabajo y sofocado el ambiente, la expedición cruzó el gran pico helado que había tras la ciudad y al fin divisaron a lo lejos un asombroso paraje que a los más veteranos recordaba a Venecia, Tenochtitlán.
[Continuará]