El 2 de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se echó a la calle en uno de los actos más heroicos de toda la historia de España. El Ejército de Napoleón comprobó de primera mano la fuerza de la furia española
Así las cosas
1808, ¨España va muy bien¨: la familia real hace el ridículo y da entretenimiento a Napoleón. El príncipe Fernando atenta reincidentemente contra su padre el rey Carlos IV; la Francia de Napoleón ha invadido España gracias a la lucidez del monarca y su «amiguete» Godoy; y la Corona ha sido humillada al verse obligada a entregar el trono a José Bonaparte, a quien el simpático pueblo español ha apodado «Pepe Botella».
Una mala decisión
Fue así cómo en Madrid se constituyó una Junta de Gobierno en representación de Fernando VII. Junta que en realidad servía a los intereses de los franceses y valía para hacer y deshacer en nombre del rey de España en el exilio. Al cargo estaba «el cuñadísimo» de Napoleón: Joaquín Murat. Mariscal de campo laureado en el campo de batalla, pero poco ducho en diplomacia. Fue él quien tomó la decisión de decretar la partida a Francia de lo que quedaba de la familia real española.
El problema fue que ni Murat ni ninguno de los franceses esperaba que el pueblo español (tan peculiar como siempre) era capaz de arriesgar la vida por su Corona. Y digamos que, la presencia de decenas de miles de franceses en la capital, en cierta medida, alimentó unas ansias de revancha cada vez más crecientes.
¡Que se llevan al infante!
A primera hora de la mañana del 2 de mayo de 1808, un grupo de agitadores fernandinos (partidarios de Fernando VII), informados de todo, comenzaron a merodear cerca de las puertas del Palacio Real. Allí dejaban caer rumores y noticias entre los viandantes con toda la intención del mundo, logrando agolpar a un buen número de curiosos en torno al lugar.
Hasta el palacio llegaron varios carruajes en los que fueron subiendo, uno a uno, los miembros de la familia real. Poco a poco, el murmullo fue creciendo y la agitación popular también. A las 10 de la mañana, un segundo carro arribó en el mismo lugar. El único que quedaba por marchar era el pequeño infante Francisco de Paula, el último posible heredero a la corona. Los presentes lo sabían y el nerviosismo se disparó.
En medio del tumulto, un maestro cerrajero del partido fernandino, José Blas de Molina, se acercó todo lo que pudo a las puertas del Palacio Real para apreciar con claridad lo que estaba sucediendo. Tenía la vista puesta en el último carro, el de la discordia. Fue en ese momento cuando un estallido de cristales hizo que todas las miradas se clavasen en una ventana de palacio abierta con violencia. De ella salió Rodrigo López de Ayala, mayordomo del rey, que se asomó a la balconada y gritó: «¡Vasallos a las armas!». Al momento, Blas de Molina secundó la voz de alarma: «¡Qué nos lo llevan! ¡Traición! ¡Muerte a los franceses!». Los presentes, viendo al infante asomado por una ventana, comenzaron a asaltar las verjas de palacio y llegaron a atacar a una patrulla francesa.
Madrid a las armas
Viendo a la turba enfurecida, Joaquín Murat pensó que la respuesta debía ser contundente, por lo que envió a un batallón de infantería, dos piezas de artillería y un escuadrón de caballería hacia donde estaban agolpados los madrileños. Con mucho orden, los soldados franceses se dispusieron en formación, empuñaron sus fusiles Charleville, apuntaron y con absoluta frialdad apretaron el gatillo. Doce civiles cayeron desangrándose entre alaridos. Aquello fue la gota que colmó el vaso.
Instantáneamente corrió la voz por toda la capital y comenzó una lucha callejera sin cuartel. Los madrileños salieron de sus casas armados con lo primero que tenían a mano: navajas, cuchillos, tijeras, garrotes, azadones, trabucos… y tomaron las calles. La venganza se cernió sobre todos los franceses de servicio y los que andaban de permiso. Atónitos, sin saber que sucedía realmente, caían en las emboscadas de las partidas formadas en los distintos barrios, siendo degollados, apuñalados o alcanzados con macetazos desde los balcones.
La Puerta del Sol
Eufóricos, los madrileños intentaron tomar rápidamente las puertas de la ciudad para evitar los refuerzos franceses. Pero fue en vano. Unos 30.000 soldados entraron en la capital rodeando a los españoles hasta arrinconarlos en la Puerta del Sol.
Allí, los madrileños se apelotonaron, hombro con hombro, apretando los dientes y aguantando con coraje. Fue entonces cuando la caballería mameluca, la más terrible de la época, se lanzó a la carga contra los madrileños que resistían en la icónica plaza de la capital. Los egipcios causaron verdaderos estragos degollando, desmembrando y rajando a todo el que se les puso por delante.
Los españoles, lejos de entrar en pánico, se vinieron arriba con sucesivas arengas y plantaron cara, abalanzándose contra los jinetes navaja en mano, tratando de descabalgarlos con palos y azadas e incluso atacando directamente a sus caballos. Pero a pesar de los continuos arrebatos heroicos de los madrileños, un puñado de civiles no tenía nada que hacer frente al mejor ejército del momento.
Daoiz y Velarde
Pero, ¿y el Ejército español? El Ejército no podía actuar, de hecho tenía orden de no participar en ningún acto subversivo contra los franceses. Impresionado por tal valentía y lleno de rabia e impotencia, el teniente Pedro Velarde se presentó ante su coronel y le exigió intervenir ayudando y armando a los civiles. Ante la negativa, Velarde se dirigió a sus hombres y consiguió que unos 30 fusileros fuesen con él hasta el Parque de Artillería de Monteleón, último baluarte de los alzados.
Allí se encontraba el capitán Daoiz junto a 10 de sus hombres, todos subordinados a una guarnición de unos 80 franceses. Velarde apareció con sus voluntarios, consiguió tomar el control del parque y convenció a Daoiz de armar a los 120 civiles que se le fueron uniendo por el camino. Ambos organizaron la defensa disponiendo a los hombres y situando cuatro cañones cebados con metralla a las puertas del parque.
La disposición de la defensa consiguió frenar los primeros envites de los franceses pero, finalmente, el general Joseph Lagrange asaltó el cuartel con unos 2.000 efectivos. La defensa de los madrileños se produjo de forma heroica. Todos sabían lo que sucedería después de la batalla.
Tras tres horas de arduo combate, la plaza sucumbió vendiendo cara su rendición. Velarde murió de un disparo a quemarropa y el final de Daoiz, quizás, fue el más épico. Herido en una pierna, aceptó la derrota ante Lagrange, quien lo llamó «traidor» apuntándole con su espada. Renuente a aceptar tal afrenta, el capitán español se irguió y clavó su espada en el oficial francés, siendo inmediatamente atravesado por multitud de bayonetas.
El día después
Los franceses se cobraron con creces la afrenta de los madrileños. Debían dejar claro que aquel levantamiento no podía servir de inspiración para ningún otro español. Noche tras noche, ejecutaron metódicamente a todos los prisioneros acusados de haber participado en el alzamiento popular. Goya se encargó de recogerlo en su famosa obra.
El 2 de mayo marcó un antes y un después en la ocupación francesa de España. Al día siguiente, el alcalde de Móstoles, ante las noticias de la represión, proclamó un bando en el que llamaba a empuñar las armas contra el invasor e ir en socorro de la capital. Pronto, la mayoría de pueblos y ciudades de España tomaron ejemplo y se hicieron a las armas. El orgullo español acababa de desatarse.
Los cadáveres y el valor de aquel estallido patriótico dieron comienzo a la Guerra de Independencia.