Se arrimó a la chimenea. El fuego de la candela calentaba la habitación del cortijo. Queso de oveja recién curado. Uf… ¿Cuánto hacía que no lo comía? Olía de miedo. Abrió la navaja, le metió un buen tajo y agarró un pedazo de pan. Tenía hambre. Hizo ademán de llevarse el trozo de queso a la boca… «¡Blam!» Un bofetón en la oreja lo tiró al suelo. Giró la cabeza y ahí estaba su padre. «Vamos ¡Levanta!». ¿A qué venía tan soberana ostia? No podía ponerse en pie. Lo cogió por el cuello de la camisa y lo levantó «¡Arriba coño!». Estaba confuso, le pitaba el oído. Tenía la mirada perdida y un poco nublada.
No oía nada. Parpadeó. En apenas unos segundos todo desapareció: el cortijo, el fuego, la comida, su padre… Pero seguía agarrado por alguien. Alguien que le sacudió violentamente. «¿De verdad quieres quedarte ahí?» Oyó a lo lejos. Apretó los ojos y aclaró la vista. Era Miguel. Tenía una brecha en la frente y la sangre le cubría casi toda la cara. Cesó el pitido, volvía a oír con claridad. Disparos, gritos y explosiones fueron los primeros sonidos que escuchó. No lo pensó dos veces, miró a su compañero y le dijo:
-Vámonos.
Trujillo se irguió como pudo y corrió junto a Miguel. Vieron una carreta destrozada y se cubrieron tras ella. Se resentía del dolor de oídos. Pasó la mano derecha por la oreja izquierda. Dolía y… ¿Manchaba? Eso parecía. Miró la sangre en su mano y confirmó la sospecha, le habían reventado el tímpano.
-¿Qué está pasando Miguel?
-Parece que los rusos quieren recuperar Dubrovka.
– ¿Otra vez? ¡Pero si solo han pasado dos semanas desde el último ataque!
-¿Y a mí qué me cuentas? Deberíamos buscar al sargento Vázquez.
Salieron del escondite y corrieron hacia una casa en ruinas. Encontraron a dos divisionarios apostados con una MG 34. Trujillo asomó la cabeza.
-¡Eh, Mosca! ¿Alguno de los dos ha visto al sargento Vázquez?
El Mosca era el que tenía el dedo en el gatillo. Un maño bastante feo: calvo a sus 24 años, ojos pequeños y nariz chata. No le decían así por su aspecto, sino por lo pesado que era a la hora de comer, no dejaba de lechucear; terminado su rancho picoteaba de todas las raciones de sus compañeros. No es de extrañar que en más de una ocasión acabara por los suelos o con algún ojo morado.
-Hace cinco minutos que lo vi en el granero con el Gaditano y Romero. Creo que iban a por municiones.
-¡Con Dios! Espero veros después.
«Zium, zium». Las balas impactaban contra la nieve y los edificios. Salieron agachados, dando carreras cortas y buscando parapeto. En apenas cinco minutos llegaron al granero. Allí estaban Romero, el Gaditano y el sargento Vázquez. Un madrileño de unos cuarenta años, cara larga, facciones marcadas, rostro sereno. De pocas palabras. Curtido en la Guerra Civil y ya está. La gente apenas sabía más de él. Caracterizado por su bigote recortado y una cicatriz que le iba desde la nariz a la mejilla derecha. El Callao, así lo bautizaron sus hombres en Alemania. Pero tras cruzar el Voljov sus acciones le valieron el respeto por parte de toda la tropa. A partir de entonces era el sargento Vázquez, a secas.
-¡Señor!
Dijeron a la vez con dificultad. Apenas podían articular palabra, estaban exhaustos. Vázquez, puro en boca, los miró sorprendido.
-Os daba por muertos. Los katiusha dieron de lleno en vuestra posición –cogió una caja de munición y les hizo un gesto con la cabeza- ¿A qué esperáis? Arrimad el hombro.
-¡Si, señor!
Romero salió de allí pronto, pero el Gaditano se quedó atrás para saludar a sus compañeros.
-Ofú, de la que oh habéih librao. Tengo entendío que no ha quedao nadie en er puehto de guardia.
Miguel echó una mirada al cielo.
-Virgencita meva de Montserrat… No puedes hacerte una idea…
Ayudaron a sus compañeros. Cada uno cargó con un cajón a toda prisa hasta una trinchera en primera línea de fuego. Allí estaban los siete restantes del pelotón, repartiendo plomo sin parar: Andrés el Largo -por su altura-, Domínguez, Joseíto el Torero –no, no lo era de profesión, ya contaré su historia-, Paco Chaqueta –intentó robarle la guerrera a un oficial de la Wehrmacht y no le salió muy bien-, Jesús el Cordobés, Diego Valencia y Fernando Bigotes –un chaval que presumía de mostacho y no tenía más que pelusilla-.
-Repartid la munición y aguantad. Parece que vienen con ganas.
Trujillo cogió cuatro cargadores y los guardó en sus cartucheras. Abrió los ojos de par en par. Se percató de algo. ¿Y el fusil? Tenía la Tokarev, sí, pero no le iba a servir de mucho.
-Sargento, necesito un arma.
-Cógele a Jesús la suya, dudo que la vaya a usar teniendo la ametralladora.
-¡Cordobés! Te quedas sin escoba.
Jesús asintió con la cabeza sin quitar la vista del punto de mira.
-Barreloh bien, pero acuérdate de quitarle er porvo dehpuéh.
-Descuida amigo.
Tiró del cerrojo, se echó el Kar 98 a la cara y se recostó al saliente. Tenía la respiración acelerada. Localizó un objetivo. Un ruso parapetado en un árbol. Cogió aire y apuntó. Apretó el gatillo. «Bang». Parecía que el tiempo se hubiese detenido. Su presa cayó desplomada al instante. Expiró con ansiedad. «No pienses», se decía. Tiró del cerrojo y saltó el casquillo de la bala. «Otro más…».
Salían a cientos del bosque, pero no eran capaces de llegar al pueblo. El terreno y los españoles los mantenían a raya. Casi todo el esfuerzo ruso se concentraba en el sector Norte, donde se situaba la mayor parte de los morteros y las ametralladoras. Tujillo y sus camaradas apenas tenían trabajo.
Tan solo diez minutos más duró el ataque. Sonó un silbato y los soviéticos se retiraron. ¿Así? ¿Ya está? ¿Perder hombres porque sí? Era curioso, tras la primera descarga de artillería, los Katiusha no volvieron a abrir fuego, Trujillo no se fiaba ni un pelo.
El sargento Vázquez dio una palmadita en el hombro al Torero y recargó su subfusil.
-Han venido a reconocer el terreno
Sacó un puro del bolsillo y lo encendió.
[Continuará]
Fotografía de Jordi Bru: http://www.jordibrufotografo.com/
Me está gustando mucho. Espero con interés mas entregas.