Recuerdos en la nieve (III): Ventisca.

El sargento Vázquez se colgó su MP40 al hombro, salió de la trinchera y dio una chupada al puro. Trujillo expiró, con gran alivio, pero en apenas unos segundos un fuerte pitido comenzó a sonar.

-Hagamos recuento ¡Todos conmigo!

El sargento Vázquez se colgó su MP40 al hombro, salió de la trinchera y dio una chupada al puro. Trujillo expiró, con gran alivio, pero en apenas unos segundos un fuerte pitido comenzó a sonar. Le dolían los oídos, era insufrible. En mitad del combate no sintió nada, pero una vez todo había vuelto a la calma, reaparecieron los vértigos y las náuseas. Soltó el fusil, tiró el casco con desesperación al suelo y se recostó al saliente de la trinchera apretando dientes y ojos con fuerza. Jesús, el Cordobés, viéndolo, se acercó:

-Trujillo, vamoh allá, ¿cómo andah?

Pero Trujillo no contestaba, lo único que daba por respuesta eran arcadas. El Cordobés se metió el cigarro en la boca, agachó la cabeza de Jose Antonio haciéndole doblar la espalda y con firmeza le aguantó la mano en la nuca. Trujillo comenzó a vomitar, era más el ruido que el contenido, porque para ser sinceros, llevaban unos días que apenas podían llenar el estómago. Tosía fuerte y luchaba por coger aire entre arcada y arcada, tenía los ojos rojos y llorosos. Cuando parecía más flojo echó fuerzas de flaqueza: escupió, se paso la manga por la cara y se irguió con entereza.

-Vamos, que nos reclaman…

Dijo con voz temblorosa. Jesús le ayudó a auparse para salir de la trinchera y recogió el fusil y el casco del suelo. Subió él también y caminó junto a su compañero hasta estar cerca del sargento Vázquez. Al poco llegaron Miguel y otros miembros del pelotón.

-Trujillo, ¿mejor?

Preguntó el sargento echando una mirada descuidada.

-Mejor, sargento.

Dijo Trujillo con voz rasgada. Vázquez asintió sin hacer ni una sola mueca, dio una chupada al puro, soltó el humo, cogió el habano, lo examinó y miró al cielo. Había parado de nevar. -Pareciera que le importara más cualquier cosa que sus hombres, pero por fortuna los suyos sabían que el sargento además de duro, era un buen tipo, el primero en partirse la cara por el pelotón y en avanzar cuando tocaba-. Los soldados se preocupaban los unos por los otros, preguntándose por como estaban, acercándose a Trujillo y compartiendo cigarrillos entre ellos, comentaban el panorama y el milagro de verse los unos a los otros sanos y salvos.

-No estamos todos. ¿Y Mosca y Ordóñez?

-Estaban en una casa cerca del granero, señor. Trujillo y yo los vimos antes de dar con usted.

Respondió Miguel.

-Bien, pues vosotros dos acompañadme a buscarlos. Cabo Domínguez, te quedas al mando, asegúrate de que se limpian las heridas y de que haya algo para comer, tendrán hambre.

Los tres marcharon hasta la casa en ruinas, no sin fatigas, la nieve había cesado por un instante, pero en menos de cinco minutos el temporal se reanudó, ahora arreciaba una fuerte ventisca que dificultaba avanzar.

-¡Mosca! ¿Estás ahí? ¡Ordóñez! ¡Responded!

El viento golpeaba cada vez con más fuerza, apenas podían ver nada, entrecerraban los ojos y se protegían con la mano para evitar que los copos de nieve, cristalitos de hielo y restos de la batalla se les metieran en los ojos.

-¡Mosca! ¡Ordóñez!

El sargento Vázquez y Miguel gritaban a pleno pulmón sin respuesta alguna. Trujillo iba tras ellos, no daba voces, no podía, luchaba contra la ventisca y contra sus propias fuerzas para continuar y no caerse. Tiritaba y respiraba muy acelerado. «Al menos no me mareo» decía para consolarse.

-¡Me cago en la puta…!

-Joder, Cristo bendito…

Habían llegado a la casa. Trujillo, alarmado, aunó fuerzas y como pudo dio una carrera para incorporarse al sargento y Miguel. Llegó jadeando hasta la la entrada, que no tenía ni puerta, y se apoyó en el marco de la misma. Allí estaban los dos: el Mosca con un una bala por encima de la ceja derecha, con cara de horror y los ojos abiertos; Ordóñez luchando por sobrevivir, con un disparo en la garganta e intentando articular palabra, boca arriba, esputando sangre y tapándose el cuello. «Seguro que ha sido uno de esos putos francotiradores soviéticos…»

-Trujillo, conmigo. Saca tus vendas y contén la hemorragia. Miguel, tu ve y tráete a alguien que nos ayude a evacuar al herido. ¡Y prueba a buscar un carrillo o algo!

Miguel salió de allí corriendo y deseó suerte a su amigo. Trujillo se acercó, echó mano a las vendas que guardaba en el bolsillo de la chaqueta y se agachó. Miró de frente a Ordóñez, se compadecía de aquel desgraciado, cargado de desesperación y miedo, «Sálvame, no me dejes morir» parecía decir con la mirada. Trujillo tragó saliva, limpió la herida de su camarada una y otra vez.

-No te va pasar nada Ordoñez, cálmate. A partir de mañana tendrás a una enfermera pendiente de ti todo el día. Con suerte lo mismo te la encandilas.

Dijo el sargento. Ordóñez hizo una mueca, intentaba sonreír.

-Sí, sí. Mira toma –Trujillo sacó una pequeña cruz de madera, la depositó en las manos de Ordóñez y se las cerró con fuerza– tu tranquilízate, una semanita en cama y en nada el relevo y para Bilbao.

Ordóñez cerró los ojos, apretaba la crucecita con esperanza. El dolor parecía menguar, su rostro se sosegaba, la herida no paraba de emanar sangre. Y así, poco a poco, Trujillo y el sargento Vázquez vieron como el demonio se llevaba su alma, dejando un cuerpo triste, patético e inerte en medio de un charco de sangre y sumergido en un mar de angustias.

[Continuará…]

Fotografía: Jordi Bru

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