Los Tercios españoles se distinguieron dentro y fuera del campo de batalla tanto por su capacidad militar como por su visión del honor. Un honor que les llevó a acuchillarse entre propios y extraños con tal de mantener su pulcritud.
¿Honor? ¿Qué honor?
Pero, ¿qué significaba realmente el honor para la gente de aquel tiempo? El honor era mucho más que una cuestión de principios. Era la expresión o al menos la apariencia de unos valores a los que todas las capas de la sociedad se aferraban para demostrar unas cualidades superiores que los distinguieran de sus semejantes: el valor, el coraje, la lealtad, la compasión o la defensa de la fe eran ejemplo de ello.
El honor era mucho más que principios. Marcaba el horizonte vital de todas las capas de la sociedad
Así pues, el honor marcaba el horizonte vital del europeo de la época (sobre todo para el español). En él se depositaba el recuerdo post mortem y la gloria o el olvido para la historia. Por ello, no es de extrañar que su mera puesta en cuestión llegase a costar la vida en no pocas ocasiones.
El honor de los Tercios
En el argot militar, la cuestión de la honorabilidad y la reputación personal se elevaban a la máxima potencia. Especialmente en los Tercios, donde la morralla social del imperio convivía en apática y efervescente armonía con el orgullo de la flor y nata de la Corona. Fue el honor lo que llevó a los hombres de la Monarquía, procedentes de numerosas naciones, a protagonizar algunos de los actos más gloriosos y recordados por la historia bélica y a tratar con dignidad al contrario en el ocaso del campo de batalla.
El honor fue la cualidad que mitigó las diferencias sociales entre los tercios españoles y guio su actuación en el campo de batalla
En esa línea, el mismo pundonor que guiaba la actitud de los soldados del rey en el combate, era el que mantenía la delgada línea de cordialidad entre la tropa. El respeto y reconocimiento entre los hombres de armas mitigaba las diferencias sociales y permitía al hombre más pobre y miserable mirar a los ojos, sin pudor, a un Grande de España.
Cómo enfrentar una afrenta
En tiempos de paz, el principal problema al que se enfrentaba el ejército más temido de aquellos siglos no radicaba en los rebeldes herejes ni en ningún otro enemigo de la Monarquía, sino en una cuestión de orgullo interno.
Julio Albi, autor de De Pavía a Rocroi, comenta que el tema del respeto, la cortesía marcial y la dignidad en el tratamiento fueron tan importantes que dieron para verdaderos manuales. «Se dedicaron libros enteros», dice, y algunos «entraban en los detalles más sutiles, como por ejemplo, una gradación de afrentas». En este caso concreto, por ejemplo llegaban a diferenciar entre afrentas físicas (de mayor gravedad) y verbales. Y por supuesto, dentro de éstas existía una jerarquía nítida y marcada: no era lo mismo insultar directamente a un compañero que acordarse de su madre o sus fallecidos; como tampoco había parangón entre dar un puñetazo y asestar una puñalada.
Se llegaron a crear verdaderos manuales de comportamiento entre la tropa y se hacían distinciones entre afrentas físicas y verbales
Naipes, dados, cruces desafortunados, líos de faldas, desacatos al protocolo o faltas al rango… Cualquier pretexto era bueno para sacar un puñal, lanzar un gancho o citarse por la noche para cruzar espadas. Curiosamente, un subordinado nunca podía retar a un superior por una mera cuestión de disciplina y jerarquía. Ahora bien, si la ofensa era grave y había testigos que pudieran dar fe, el superior debía aceptar el desafío y enfundarse los guantes. En ese caso, los lances eran todo un espectáculo: los compañeros de armas se agolpaban en corro en torno a los duelistas y lanzaban al viento ánimos, abucheos y apuestas.
Los duelos eran todo un espectáculo entre la tropa, pero muchas veces un tercero lograba impedirlo a través de «las paces»
Pero también había códigos internos que podían poner tierra de por medio al enfrentamiento. Un buen ejemplo eran “las paces”, en las cuales, en caso de duelo, un tercero hablaba en privado con los afrentados y trataba de calmar las aguas haciendo que ambos se diesen las manos en público. Normalmente, ésta solía ser tarea del sargento u otro oficial de baja graduación y alta estima entre la tropa. Sin embargo, en caso de que alguno quebrantase la tregua, tanto el intermediario como el traicionado tenían el derecho a batirse con el traidor.
Sin duda, eran otros tiempos, otras circunstancias y otros hombres a quienes la honra les pesaba mucho más que cualquier riqueza.
Bibliografía:
“De Pavía a Rocroi”, Julio Albi.
“Tercios”, José Javier Esparza.
«El honor en el esplendor de la monarquía de España», Mónica Colomer