Tal y como me propuse en el anterior capítulo de ¨No todo fue sangre y codicia¨, voy a continuar haciendo un homenaje a esos hombres que llevaron la religión cristiana al Nuevo Mundo. Esos hombres que arriesgaron su vida en una travesía incierta, llena de peligros y misterio; por encima del hambre, la morriña, el miedo y un sin fin de penurias, había algo mucho más importante en la mentalidad de aquella época, la fe: predicar la buena nueva por toda la faz de la tierra y salvar a todas y cada una de las almas que sobre ella hubiese. Si en su momento comencé con los franciscanos por ceñirme a una cuestión cronológica, hoy procederé a hablar de la segunda orden religiosa que puso pie en América: la orden de Santo Domingo, más conocida como la de los dominicos. Como el tema es muy extenso e incluso abarca algo tan importante como la educación (de la que ya hablé en otro artículo), voy a resumir los comienzos de la labor de esta orden en América tres hombres de gran envergadura: Pedro de Córdoba, Bartolomé de Las Casas y Francisco de Vitoria.
Desde que el burgalés santo Domingo de Guzmán fundase su propia orden allá por 1215 con tan solo 16 hermanos, la orden de Santo Domingo experimentó una evolución y crecimiento sin precedentes. Junto a los franciscanos, los dominicos fueron los primeros en instalarse en las ciudades y residir en conventos. Aunque nacieron como una orden de predicadores, desde muy pronto supieron combinar esta tarea con el estudio y la enseñanza, pudiéndose catalogar como los más importantes maestros del momento, saliendo de sus filas grandes teólogos, filósofos, economistas y expertos en leyes. Valga tan solo mencionar a santo Tomás de Aquino, padre del escolasticismo, para que nos hagamos una idea de la talla intelectual de los dominicos. Fue aquella fama la que hizo que el papa Gregorio IX les confiara la misión de combatir la herejía cátara entregándoles los mandos de una Inquisición recién salida del horno. Es cierto que este oscuro recuerdo ha pesado en la historia más que ningún otro, pero no podemos cerrar los ojos ante una realidad mucho más amplia que veremos a continuación.
El 11 de febrero de 1509, Fernando el Católico abre las puertas del Nuevo Mundo a la afamada orden de santo Domingo. La Real Cédula que promulgó aquel día concedía a 15 religiosos y 3 personas laicas el codiciado pase a las Indias. Al año siguiente el Espíndola (así se llamaba la nave) partía con aquellos 18 pasajeros, entre los cuales se encontraba la primera misión dominica en América. Cuatro fueron los frailes y cuatro sus nombres: Pedro de Córdoba, Antonio de Montesinos, Bernardo de Santo Domingo y Domingo de Villamayor. Por fin, en septiembre de 1510, tras un difícil viaje de casi un mes atravesando el Atlántico, los cuatro monjes pusieron pie en la isla de La Española. Allí estaban, recién desembarcados, junto a la playa, hábito blanco y capucha negra, escapulario y rosario al cinto a partes iguales, más perdidos que el barco del arroz, con un calor de mil demonios y achicharrándose la tonsura. El clima, la geografía, las gentes… Aunque todo para ellos era desconocido no tardaron en honrar al nombre de la orden. Aquel pequeño grupo liderado por fray Pedro de Córdoba se esforzó por sembrar la semilla del evangelio en decenas de comunidades indígenas, dotarlos de una educación mínima, instruirlos en una moral y una ética totalmente nuevas para ellos… Y por si esto fuera poco, vigilar y controlar los abusos que más de un colono cometía contra los indios de sus encomiendas, en lo cual pusieron gran énfasis. Lógicamente, aquella primitiva comunidad de frailes no podía dar a basto, así que para diciembre de ese mismo año llegaron cinco religiosos más: Tomás de Fuentes, Francisco de Molina, Pedro de Medina, Pablo de Trujillo y Tomás de Berlanga.
Pasó el tiempo, y tanto fray Pedro de Córdoba como sus hermanos continuaron con con su titánica labor: predicar, alfabetizar y cuidar a los nativos. Habían progresado en todo salvo en una cosa: en poco más de un año habían contado y visto numerosos casos de maltrato contra los indios de las encomiendas. Aquello no era baladí, violaba lo mandado por los Reyes Católicos. No había nada que discutir a la última voluntad de la reina Isabel en su testamento: «Y no consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien». Preocupados por la situación y determinados a buscar una solución, se pusieron manos a la obra. Así fue como en la víspera del domingo 21 de diciembre, antes de la misa de Nochebuena, fray Pedro de Córdoba mandó a los frailes de su congregación reunirse. De aquel miniconcilio salió el más famoso e importante sermón de la historia de la América española. Debía ser recitado en la misma misa de Nochebuena ¿Quién sería el encargado? Fray Pedro de Córdoba lo tenía muy claro, por su capacidad para la oratoria el elegido era fray Antonio de Montesinos. Lleno de fervor y convicción en sus palabras, fray Antonio subió al púlpito de la iglesia de los dominicos y soltó su famoso SERMÓN -que ya vimos en otra entrega- defendiendo enérgicamente a los indios y denunciando los abusos de los encomenderos. La cosa no quedó ahí, muchos de los encomenderos se molestaron, alguno amenazó al propio Montesinos y a la comunidad de dominicos de La Española, e incluso el Virrey Diego Colón acudió a fray Pedro de Córdoba para que expulsase de la isla a fray Antonio o se retractase. Lejos de achantarse, los frailes no sucumbieron, y al domingo siguiente (28 de diciembre), el propio Antonio consiguió abarrotar de fieles la iglesisa y lanzó un segundo sermón, mucho más duro que anterior.
La posterior epopeya de fray Antonio ya la conocemos todos. El fraile fue enviado a España para hablar con Fernando el Católico y volvió a la isla con el compromiso del rey. Al poco, en menos de un año, una junta de teólogos convocada por Fernando, dio a luz las famosas Leyes de Burgos (1512). Unas leyes que el propio fray Pedro vio incompletas y no dudó en hacérselo saber al rey; no, no mandó una carta o a otro hermano, esta vez él mismo marchó a España. ¿Qué fue lo que consiguió? Una mayor protección para niños y mujeres nativos, y además se establecía la obligación para los indígenas de usar ropa y prestar servicio a los españoles únicamente durante nueve meses; el tiempo restante podrían trabajar sus propias tierras o a jornal de los colonos. Nacían así, tan solo un año después las Leyes de Valladolid (1513), nacimiento de las Leyes de Indias y germen de los derechos humanos.
A partir de aquí, Montesinos y su mentor fray Pedro de Córdoba, se convirtieron en un tándem imparable que trazará las líneas maestras de su congregación en América. Así, en 1514, por orden de Fernando el Católico, Montesinos encabezó la primera misión a Tierra Firme, junto a sus hermanos fray Francisco de Córdoba y fray Juan Garcés, una expedición única y exclusivamente de los dominicos. Los tres hermanos arribaron en Cumaná, aunque el padre las Casas afirma que fray Antonio durante la travesía cayó muy enfermo y hubo de quedar en Puerto Rico. En Cumaná se ofició la primera misa del continente americano. Todo parecía marchar sobre ruedas, los misioneros habían conseguido entablar buenas relaciones con el cacique de aquellas tierras e incluso éste les había ayudado a levantar dos humildes chozas para ellos y dos modestas iglesias (de madera y palmas). En aquellas iglesias crearon sus primeras escuelas, a las cuales, según cuentan las crónicas, desde sus inicios asistieron unos 40 niños indios. Sin embargo, todo se truncó cuando una expedición esclavista apareció por el lugar y capturó a una serie de nativos, entre los cuales se encontraba el cacique que había ayudado a fray Francisco y fray Juan. Muy pronto los cautivos fueron vendidos en La Española, pero más pronto aún los dos frailes fueron sacrificados por los indios como represalia.
Lejos de venirse abajo por lo ocurrido o darse por vencidos, fray Pedro y sus hermanos comenzaron una batalla legal contra las autoridades de la Española. Finalmente consiguió que el cacique y sus familiares fuesen liberados y llevados de vuelta a su tierra. Al año siguiente, en 1515, fray Pedro en persona llegó a Tierra Firme y fundó San Francisco de Cumaná, justo donde sus dos hermanos sufrieron el martirio, en el antiguo asentamiento conocido como Puerto de las Perlas, fue la primera villa de la actual Venezuela. Fray Pedro siguió con su trabajo, redactando un catecismo específico para los indios: Doctrina cristiana para instrucción e información de los Indios por manera de historia. Debido a su infatigable labor, Fray Pedro se granjeó una merecida reputación entre el clero, los laicos y los indios, que le valió para ser nombrado en 1519 como Inquisidor en las Indias -fue Bartolomé de Las Casas el que solicitó a la Corona el establecimiento del tribunal del Santo Oficio en La Española-. Fray Pedro falleció en Santo Domingo el 4 de mayo de 1521, tenía tan solo 43 años, moría en su tierra predilecta, por la que tanto había batallado, rodeado de sus gentes y como no podía ser de otra forma, fue su pupilo Montesinos quien ofició su funeral, en el cual recitó el Salmo 133:«Quam bonum, et quam iucundum habitare fratres in unum» («Qué bueno y agradable, cuando viven juntos los hermanos»).
Por las mismas fechas en las que fray Pedro y Montesinos predicaban la buena nueva en Tierra Firme y La Española, un encomendero llamado Bartolomé de Las Casas venía cocinando a fuego lento su particular redención. Si bien ya era sacerdote desde 1506, Bartolomé había heredado las encomiendas de su padre en el Nuevo Mundo y conseguido las suyas propias tras participar en la conquista de Cuba. A pesar de sus buenas intenciones y de que empleó un trato mucho más suave con sus indios, Bartolomé, al igual que el resto de encomenderos, los tuvo trabajando en la extracción de oro y los cultivos, eso sí, a diferencia de otros, en ningún momento se olvidó de catequizarlos. En esas, allá por 1514, sin previo aviso tres dominicos lo visitaron en su encomienda. Las Casas enseguida pensó que estarían allí porque tendrían algo que reprenderle, sin embargo, para sorpresa del sevillano, le alagaron de gran manera, diciéndole que sabían del empeño que había puesto siempre en la defensa de sus indios y del mimo con el que entre ellos predicaba la palabra de Cristo. Lo animaron a seguir así, para ellos él era el vivo ejemplo del buen encomendero. Aquello marcó un antes y un después en Bartolomé, el sacerdote, que por entonces quizás tendría unos 30-40 años, comenzó a reflexionar. Siempre había sido un hombre muy devoto, intentaba predicar y dar ejemplo con el Evangelio; a la hora de la verdad no le bastaban las meras palabras, si tenía que pasar a la acción o contestar a alguien lo hacía, le daba igual que el que estuviera en frente fuera Grande de España o pequeño de Azuaga. También es verdad que pidió la llegada de más esclavos negros a América para que estos suplieran el trabajo de los indios, pero si nos ponemos en la mentalidad de la época, tampoco puede parecernos tan raro, era visto como algo normal, y ya era mucho que se pensara que los indios también tenían alma.
Lo cierto es que el sevillano desde muy joven ya se había preocupado por los indios. La primera vez que vio uno fue en marzo de 1493 en Sevilla, cuando Colón vino de regreso de su primer viaje. Junto a la iglesia de San Nicolás el Almirante mostró con gran entusiasmo por primera vez en público a aquellas gentes tan exóticas. El tío de Bartolomé participó en aquel viaje, y tras quedar prendado de lo descubierto, su padre, Pedro de Las Casas, también se animó y se sumó al segundo viaje. Al regreso de este segundo viaje, Pedro le trajo a su hijo un indio como sirviente, pero lejos de emplearlo para tal oficio Bartolmé utilizó al sujeto como objeto de estudio para comparar las realidades de dos mundos distintos: le preguntaba acerca de su religión, sus costumbres, sus antepasados… E incluso, gracias a sus estudios filológicos pudo traducir algunas palabras del idioma nativo al castellano.
El caso es que tras la visita de los dominicos Bartolomé decidió dejarlo todo y seguir su propio camino: renunció en público a sus encomiendas y arremetió contra sus antiguos socios, los demás encomenderos y el gobernador Diego Velázquez. Tras aquello habló con fray Pedro de Córdoba para viajar junto a Montesinos a España y entrevistarse nuevamente con el rey y hacerle llegar la situación por la que atravesaban los indios en las encomiendas. Cosas del destino, cuando los dos clérigos llegaron el rey no pudo escucharlos, murió, así que decidieron hablar con el arzobispo Fonseca, que era el que llevaba los asuntos de Indias, sin embargo, este tenía intereses allende de los mares, así que poco caso hizo. Sin los oídos del rey y con el silencio del arzobispo, Montesinos y Las Casas acudieron al regente, el cardenal Francisco de Cisneros. Cisneros los escuchó con gran atención -faltaba más, menudos dos oradores- y le impresionó poderosamente el discurso de Bartolomé, sabía que en algunas cosas exageraba y en otras pequeñas quizás mentía, pero notaba el denuedo y energía que ponía en la defensa de los nativos. Las Casas no se detuvo aquí, al mismo tiempo que platicaba con el regente, escribía cartas con el mismo contenido a Adriano de Utrecht, preceptor del futuro rey Carlos.
En 1516 el padre Las Casas escribe su Memorial de los Agravios, de los Remedios y de las Denuncias, que le costará la destitución a Fonseca. Ese año, Cisneros envió a tres frailes jerónimos a La Española para su gobernación y decidió que Las Casas los asesoraría bajo el título de Protector universal de todos los indios de Indias. ¿Su misión? Procurar que ningún natural sufría abusos ni otros males. Sin embargo, Batolomé seguía sin estar contento, continuaba pensando que las encomiendas no eran la mejor fórmula para cristianizar a los nativos, así que marchó de nuevo a España para visitar a Cisneros. Pero para cuando Las Casas llegó Cisneros estaba llamando a la puerta de san Pedro. Aún así consiguió obtener de las Cortes y del nuevo rey permiso para experimentar su proyecto evangelizador en tierra firme: una experiencia aislacionista inspirada en el ideal utópico. Y es que Las Casas creía verdaderamente en unos indígenas impregnados de inocencia y capaces de crear una Iglesia tan perfecta como lo fue la primitiva -una idea algo descabezada y sesgada, pero llena de buena fe-. El escenario que escogió Bartolomé fue de nuevo Tierra Firme, alumbró muy buen resultado, pero como ya había sucedido con la anterior misión de los dominicos en Cumaná, los enfrentamientos con otros españoles terminaron haciendo que los indios se rebelasen e incendiaran la misión (1522). Tras aquella enorme desilusión Bartolomé ingresó en el convento de Santo Domingo, y fue ahí cuando ingresó en la Orden de los predicadores.
Ya como dominico continuó con su labor. Año tras año siguió defendiendo sus posturas, apoyando al padre Vitoria par ala aprobación de las Leyes Nuevas y otras cosas del mismo parecer, hasta que finalmente, en 1542, obtuvo de la Corona el permiso para encaminarse a la fundación y consolidación de una nueva misión que ya venía gestando desde hacía diez años bajo los ideales que inspiraron la primera, el territorio elegido era conocido como ¨Tierra de fuego¨, un paraje selvático de la gobernación de Guatemala que debía ese nombre a la belicosidad de sus habitantes. Para reforzar su autoridad y con ello la propia empresa, se le concedió el título de obispo de Chiapas. Bartolomé llegó junto a treinta misioneros en 1544 decidido a cambiar todo aquello, y lo primero que hizo fue bautizar la zona con el nombre de Verapaz y también con el de Nueva Jerusalén. Aunque al final, las tesis defendidas por fray Bartolomé no se cumplieron.
Las Casas pasó por distintos organismos eclesiásticos, siempre defendiendo sus posturas y guardando con mimo su ideal de otro modelo de sociedad. El ¨Apóstol de los indios¨ murió en Madrid en 1566, tenía 91 años.
Quedémonos en España, el siguiente personaje no se va a mover de aquí. Hablar de Francisco de Vitoria son palabras mayores, ese hombre era harina de otro costal. Nacido en Burgos allá por 1486, desde muy niño su padre le procuro una correcta formación humanística. Con 18 años ingresó en la Orden de los Predicadores, allí profundizó sus estudios y se especializó en economía, derecho y teología. La dignidad humana siempre constituyó el eje de su pensamiento, de ello dejó especial constancia en sus clases. Seguramente fuera un buen maestro, porque significó todo un referente para la Escuela de Salamanca.
En el campo del derecho el padre Vitoria es una figura de primerísimo orden por ser considerado el padre del derecho internacional. En De indis recoge una serie de abusos cometidos por los propios españoles durante la conquista de América, alegaba que si los indios tenían alma no podían ser seres inferiores, y que por tanto debían gozar de los mismos derechos que cualquier ser humano entre los cuales destacaba la libertad y la propiedad. Aquello fue el germen del Ius gentium, el derecho de gentes. Aquellas ideas fueron oídas por el propio emperador Carlos V, quien conociendo la valía intelectual del dominico decidió consultarlo para los temas de indias. Gracias a esto y la ayuda de Bartolomé de Las Casas, en 1542 se promulgaron las Leyes de Indias, que ratificaban lo que Vitoria venía defendiendo desde hacía ya largo tiempo.
Pero fray Francisco no se detuvo aquí, en su De iure belli, analizó la licitud de hacer la guerra contra los pueblos americanos y marcar la frontera en el uso de la fuerza. Del mismo modo cuestionó los Justos Títulos que desde los Reyes Católicos se venían esgrimiendo para la conquista del Nuevo Mundo: las bulas alejandrinas. Fiel a las enseñanzas de Tomás de Aquino, Vitoria argumentaba que el Papa no tenía poder sobre las tierras y las gentes, y por tanto no podía decidir que le pertenecía a un reino u otro, Dios tan solo le había conferido el poder espiritual y nada más.
Por todo esto se puede afirmar con rotundidad que no todo en los dominicos españoles fue oscuridad, aparte de la Inquisición hubo luz, mucha luz. Córdoba, Las Casas y Vitoria no son una simple anécdota en nuestro pasado, sino un hito en la historia de la humanidad que pusieron la semilla de los derechos humanos y del derecho internacional. Y la cosa va mucho más allá, parémonos un segundo a responder esta pregunta ¿Qué país en plena expansión y construcción de su imperio se para a cuestionar la legitimidad de tal empresa? Piensen ustedes.
Debido a la dimensión de la obra de los predicadores no puedo extenderme más en este artículo, próximamente publicaré otro que complemente éste y rellene los huecos que me he dejado.
[Continuará]
Excelentes artículos, muy interesantes. Disculpen mi ignorancia, pero tengo una duda: fue evidente el interés de los Reyes de España en bautizar a los indígenas americanos, argumentaban que tenían alma. ¿Fue por eso que se trajo tantos esclavos negros africanos?, ¿consideraban que los negros no tenían alma, y por éso los trajeron?. Gracias desde Venezuela.
Más o menos fue así, aunque el trasfondo es más complicado. Lo que si es cierto es que la esclavitud de negros africanos tardó mucho en ser verdaderamente puesta en debate y cuestión seria, no tiene más que mirar en qué fecha se abole de las distintas potencias, incluida en el Vaticano. La esclavitud es algo de enorme tradición y recorrido que afortunadamente no nos ha tocado vivir, pero en aquella época era simplemente un negocio más. Era su mentalidad, con ello se criaron y con ello crecieron.