En recuerdo de Francisco Blanco Durán, “Guapetón”, tío de mi abuela paterna y hermano mayor de mi bisabuelo Sebastián, que murió en Tixingart el día del Desastre de Annual a los 21 años.
El sol abrasador caía como una pesada losa de plomo sobre su cabeza aquel 22 de julio. A duras penas trataba de humedecerse los labios, agrietados y ensangrentados a causa de la deshidratación. La boca le guardaba un regusto amargo, pastoso. La sequedad, el polvo del Rif, la saliva y los restos de orines endulzados con azúcar no eran una buena combinación. Hacía días que la aguada no llegaba al campamento de Tixingart. Respiraba exhausto, a bocanadas llenas, como si el aire en sus pulmones calmase el sofoco del clima norteafricano en pleno verano.
La sequedad, el polvo del Rif, la saliva y los restos de orines endulzados con azúcar no eran una buena combinación. Hacía días que la aguada no llegaba al campamento de Tixingart
Se quitó el gorro con la esperanza de aliviar su agobio y con mucha delicadeza se secó el sudor del cuello y el pecho. Miró el reverso y acarició una foto. Estaba algo desgastada y más amarillenta de lo que convenía a la tradicional sepia, pero se apreciaba con nitidez el rostro de una mujer. Había pasado los 30 años, pero aún no llegaba ni por asomo a los 40. Buena moza.
Estaba sentada en la butaca de un estudio, abanico en mano. El pelo, recogido y liso, era tan oscuro como su ropa. La cara redonda, los ojos grandes, la mirada viva y llena de orgullo, la sonrisa cómplice, apacible, reconfortadora… Era la imagen de un ángel de la guarda, la de un talismán de seguridad, la imagen de su protectora. “Madre…”. Apretó fuerte el gorro con sus dos manos, ahora sin cuidado de no dañar la foto, como si de un abrazo se tratase. “Si usted hubiese estado, padre no lo habría permitido…”. Por la desierta y amoratada cuenca de sus ojos corrieron dos sendas lágrimas. Sollozó un poco, tragó algo de saliva y se sorbió los mocos. “¿Por qué se fue…?”
Era la imagen de un ángel de la guarda, la de un talismán de seguridad, la imagen de su protectora. “Madre…”
Permanecía apoyado entre los sacos terreros, de espaldas a la línea de frente. No se había movido de allí desde que días atrás comenzó a escuchar los bombardeos que se oían en dirección a la posición de Annual. Tornó los ojos y miró a sus tres compañeros. “Venga, Guapetón, no te desanimes, peor lo estarías pasando ahora en Extremadura entre la trilla y la siega”. Hacía tiempo que no veía un espejo, pero el rostro de sus hermanos de armas era el vivo reflejo de su semblante. A solas, lloraban sus penas; en compañía, tiraban de camaradería para animarse los unos a los otros. No había jornada en que no muriera alguien por una bala mora. Desde hacía una semana, el fuego enemigo venía recrudeciéndose, cada día más abundante y cada día con mejor puntería.
“Hay noticias desde Igueriben y Annual”. Ninguno esperaba que las nuevas del sargento fuesen buenas. “Nos retiramos, este blocao se lo puede meter Abd el-Krim por donde le quepa”. En menos que canta un gallo toda la tropa de Taxingart estuvo lista. El camino prometía ser un infierno: las alpargatas dejaban mucho que desear y el terreno, amén de la climatología, no eran los mejores aliados para tan largo paseo. Sin embargo, la hipotética recompensa de volver por fin a casa bien merecía el sacrificio. Pasaron revista. “¿Francisco Blanco Durán?”. “Presente”. Tenía pegada la foto de su madre al pecho, con el anhelo de otros tiempos y la esperanza de que todo saldría bien. Tocaron orden de formación, abrieron las puertas del campamento y se pusieron en marcha. Francisco vio la luz. “Nos vamos”.
Tenía pegada la foto de su madre al pecho, con el anhelo de otros tiempos y la esperanza de que todo saldría bien
Y de repente comenzó a recordar los domingos de caza junto a su padre y al alcalde en la sierra de Azuaga; recordó las yuntas de mulas que lo acompañaban en las jornadas de siembra en otoño y las de siega y trillo en verano; recordó su infancia entre la Dehesa Nueva, la plaza del Cristo y la calle Santana, las tardes de toros, los bailes de la orquesta, los carnavales y las noches de pandereta; recordó a su madre Consuelo, dulce, recta y familiar, trabajando en el campo y cuidando de la casa, dejándose el pellejo por sus hijos y su marido a cada paso que daba.
“¡Están disparando!”. La recordó en la cama, postrada y expirada, muerta por unas fiebres cuando él tan sólo con 16 años contaba; recordó el dolor de su casa, el sentimiento de vacío y una nueva responsabilidad a sus espaldas; recordó a sus tres hermanos y a su única hermana; recordó el día en que cambió todo, cuando su padre metió a “la otra” en casa; recordó cuando el demonio cobró nombre para él, Josefa se llamaba.
Y de repente comenzó a recordar… su infancia entre la Dehesa Nueva, la plaza del Cristo y la calle Santana… a su madre Consuelo… muerta por unas fiebres cuando él tan sólo con 16 años contaba
“¡Se acercan!”. Recordó el maldito enlace y cuando advirtió a la nueva de que jamás ocuparía el sitio de su madre; recordó las intrigas y los desmanes, y como su madrastra cuchicheaba con su padre; recordó a sus amigos que marchaban a África, a los que ya nunca más de regreso esperaba; recordó cuando cumplió los 21 y llegó la carta de recluta a casa; recordó cuando rogó a su padre que pagara la cuota y le salvara; y también recordó cómo se entrometió Josefa para echarlo a patadas.
Recordó cuando cumplió los 21 y … rogó a su padre que pagara la cuota y le salvara; y también recordó cómo se entrometió Josefa para echarlo a patadas
“¡Asaltan la posición!”. Recordó la última noche en casa, cómo se despidió de todos y la pesadez de la cama; recordó levantarse de madrugada, deambular por el patio, el salón y las cuadras; recordó la angustia de tocar las paredes por última vez sin esperanzas de volver.
“¡Corred!” La guarnición no tuvo tiempo de abandonar Tixingart, los moros se abalanzaron sobre ellos y pronto se produjo la estampida española. Francisco disparó el máuser tres veces y echó a correr, pero cuando apenas había pasado los 300 metros una bala le dio de lleno. Se desangró poco a poco, temblando, con la foto de su madre en el gorro apretada en la mano. Y perdiendo el aliento volvió a recordar.
“Francisco, ¿ya te vas?” Era su hermano pequeño desvelado y preocupado, los ojos llorosos y desconsolados; “¿Qué haces despierto? Acuéstate, Bastián”. Recordó acostar al niño, arroparlo y darle un tierno beso lleno de cariño; recordó salir de casa antes de romper el alba, sin la despedida de su padre, atado por su madrastra; recordó la congoja y el desasosiego con que se marchó de Azuaga sabiendo que dejaría su vida en tierra lejana; y en su último aliento, cuando sintió la voz de su madre que lo llamaba, perdonó a su padre por haberlo mandado a morir por nada.
Pdta: Todo lo contado en este breve relato del Desastre de Annual es fruto de la investigación histórica y las memorias familiares que han quedado hasta el día de hoy. Especial agradecimiento a mi abuela Elia y a su difunto hermano Manolo, quienes me hicieron conocer la historia del «tío Francisco», aquel que «se fue a África y nunca volvió».
Buen relato, triste y duro pues no podría ser de otro tono hablando de lo que habla, pero lleno de sensibilidad hacia el protagonista y los hechos que provocaron su muerte. La suya y la de tantos, en aquellas tremendas jornadas de la guerra del Rif.
Magnífico relato de la historia de Francisco, que nos acerca a una realidad demoledora y no contada sino por quien es capaz de sumergirse en la memoria, una historia veraz que estremece hasta el tuétano. Un clamor de nuestros muertos desde su mundo transmigra al corazón humano para desentrañar el alma eterna de las personas buenas que rechazan la guerra. La de las armas, la del poder supremacista, la del egoísmo y la falsedad patriótica.