Las cocinas de campaña marchaban a todo trapo, no daban a basto preparando tanto rancho.
-¡Por fin coño! Ya era hora de que tuviéramos algo que llevarnos a la boca.
-Anda que no. Y lo que esho yo de menoh mi pehcaíto frito.
-Pues aquí de frito poco Gaditano, confórmate con que esta caliente y puedes mojar pan.
-Digo… Pero yo ya ando una mihita harto de tanta papa y tanta colifloh.
La comida sería mediocre, pero el apetito de los guripas insaciable, los divisionarios venían de una España de posguerra, ¨La España del hambre¨, como la llamaban algunos. Iban y venían. «¡Aprovechaos! Sabe Dios lo que tendréis a la vuelta» se oía gritar a un cocinero bien metido en carnes. Las raciones eran simples, los platos salían con dos patatas, una cucharada de coles hervidas y tres salchichas; sin embargo, si algo causaba sensación era la sopa, las marmitas llegaban de tres en tres, nadie tenía ni puñetera idea de dónde salía aquel brebaje, poco sabroso, sí, pero qué más daba, ¿cómo iban a renunciar a un caldo caliente cuando estaban a punto de congelarse?
A varios kilómetros del frente Trujillo no tenia hambre, el dolor de oídos le quitaba las ganas de todo. Tenía el oído vendado y tapado con una gasa. La enfermera le había confirmado lo que él ya sospechaba, tenía el tímpano reventado. Esperaba a Miguel en la puerta del hospital. Su camarada no tardó en aparecer, un parte algo más leve, tan solo un rasguño de metralla en la frente: algo de yodo y frente vendada, aparentaba más de lo que era. Miguel dio una palmada en el hombro a su compañero y sacó un cigarro. Lo encendió, le dio una chupada y se lo ofreció a Trujillo.
-Toma desgraciado, para que luego digas que no no te convido.
Trujillo animó el rostro y le contestó:
-Catalán tenías que ser… -Dio una calada- Mira que te cuesta sacar otro pitillo.
Miguel sonrió y dio un empujoncito en la espalda a Trujillo.
-¿No tienes hambre? Vamos a por algo de bazofia.
-No mucha… Pero a ver que hacemos.
Preguntaron a un conductor que estaba recostado a un Sd. Kfz. 2 que si los podían acercar hasta los cuarteles, el tipo aceptó de buena gana y dijo que sin problema. Se auparon a la parte trasera, se miraron complacidos y se quitaron los guantes. Había salido el sol, tampoco es que hiciese calor, pero ya estorbaban. Cuando llegaron de nuevo a su posición se encontraron un panorama algo caótico: divisionarios apagando fuegos, reparando estructuras defensivas, llevando municiones y comida a sus camaradas… Enseguida se pusieron manos a la obra, se movieron buscando a su compañía y su pelotón. Preguntaron a todo aquel que se cruzaba con ellos, y finalmente dieron con el sargento Vázquez y el resto del pelotón.
El sargento levantó la mano al ver a sus dos hombres «Dios guarde». Trujillo y Miguel saludaron al sargento Vázquez.
-A sus órdenes sargento, estamos de vuelta.
-Buenos remiendos traéis hechos. No parecen gran cosa, peores heridas me tocó ver en el Jarama. Por cierto, el capitán Milans ha preguntado por ustedes.
-Si no es agravio lo buscaremos después de comer, -Miguel se echó las manos a la barriga- tenemos el estómago vacío señor…
-Lo primero es lo primero Fernández, llenad el estómago y después reuníos con quien queráis. Ahora, del antiguo comedor podéis olvidaros, lo volaron durante el ataque, podéis conformaros con el nuevo restaurante que han montado en el granero.
Los dos guripas alzaron la mano y se despidieron de su sargento. Se dirigieron al granero, el mismo en el que hacía unas horas habían usado como depósito de municiones. Allí estaban sus compañeros de pelotón. Paco Chaqueta salió a su encuentro y todos se levantaron para preocuparse por los dos heridos. El gaditano, con la guasa que le caracterizaba bromeó con que ya habían tenido excusa para hacer una visitilla a las enfermeras, maldita la hora en la que sacó el tema, de pronto todos les preguntaban que cómo eran, que si estaban solteras o llevaban anillo de casadas, que si les habían hecho caricias aquí o allá…
-¿Veis lo que tengo en la oreja? Pues imaginaos lo que me ha tenido que susurrar al oído para que terminara así.
Rieron todos. Lo necesitaban, hacía tiempo que no se soltaban igual. El frío, el miedo, la incertidumbre, el sentimiento de abandono y la morriña no eran buenos compañeros de viaje en unas tierras tan heladas y dejadas de la mano de Dios. ¿Qué era lo único que los mantenía con esperanzas? La camaradería, ellos mismo, el grupo. Buscar refugio o amparo fuera del batallón o la compañía era inútil. Sí, podía llegar cada cierto tiempo una carta o un paquete de casa que recibían con tanta o más ilusión que al que le tocaba la lotería, pero ahí quedaba, al fin y al cabo iban a tardar el verlos (algunos ni eso). Incluso para los veteranos (legionarios, regulares y otros ex-combatientes de la Guerra Civil) la situación era dura, pero nadie mejor que ellos sabía que en esas circunstancias sus compañeros de armas eran su única familia.
Al anochecer el sargento Vázquez y Andrés el Largo llegaron en una pequeña carreta tirada por una mula con dos barriles. El general Muñoz Grandes había dado la orden expresa de dar descanso a los hombres que aguantaron el ataque ruso y de que se despachara vino entre la tropa, había sido muy claro, «si no hay suficiente corre de mi bolsillo». Candelas, cantes, bailes y chistes llenaron cada rincón de Dubrovka, la población civil decidió salir y sumarse a los españoles en aquella noche en la que todos se olvidaron por un momento de dónde estaban y con qué fin. España quedaba lejos, pero los guripas habían traído un pedacito de ella sin darse cuenta.
[Continuará]
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