Recuerdos en la nieve (V): tabaco y voluntarios.

Una voz joven destensó la situación. Era Fernandito Bigotes, natural de Salamanca, decía tener 20 años, pero todos sabían que era mentira, que aún no había cumplido siquiera los 18.

-Tres voluntarios

Los miembros del pelotón se miraban entre sí, cómplices, rozando el sarcasmo y con disimulo. Brazos cruzados y frota que te frota, buscando a la desesperada subir media centésima de temperatura corporal. Va a ir su padre, parecían decir por el rabillo del ojo. Nadie contestaba.

-Yo, señor.

El sargento Vázquez dio un paso al frente. No había respondido con entusiasmo, tampoco con pesimismo, sino con sentido del deber, de la responsabilidad a la que le comprometía el rango y de la obediencia a la que le encadenaba el uniforme. El capitán Milans del Bosch miraba serio al pelotón:

-¿Nadie más?

A pesar de tener tan solo 26 años Jaime Milans del Bosch hacía gala de una veteranía sin igual. Un bigotillo bien marcado y el pelo adecuadamente fijado hacia atrás le daban una apariencia más madura a ese semblante de pocos amigos. Aparentaba más edad de la que tenía. Con solo 21 años mientras se instruía en la Academia de Infantería de Toledo, le sorprendió el estallido de la Guerra Civil. Sin ninguna experiencia participó en la defensa del Alcázar, en la cual fue herido durante un bombardeo. Tozudo hasta las trancas, al poco de recuperarse se enganchó en la VII Bandera de la Legión y ascendió al rango de oficial por méritos de guerra. ¿Valiente? Sí ¿Líder? Por supuesto, daba ejemplo ante sus hombres, el primero en pisar el campo de batalla y el último en irse. ¿Frío? También, igual que no le temblaba el pulso para dar la cara en el frente, no dudaba en endosar castigos ejemplares a quien se negara a cumplir órdenes. Un tipo formado a base de sangre, violencia y conmociones diversas, acostumbrado a la crudeza de la guerra. Cuando Hitler exigió a Franco que la mayor parte de la oficialidad de la División debía proceder del ejército, Milans no dudó en subirse al carro.

-¿Tengo que sacaros a hostias? Parece que estáis amariconados.

Del Bosch frunció el ceño y torció liegaremente el mostacho, la poca paciencia que tenía estaba a punto de consumirse.

-Yo, señor.

Una voz joven destensó la situación. Ante la sorpresa el capitán articuló una leve sonrisa. Era Fernandito Bigotes, natural de Salamanca, el zagal del pelotón del sargento Vázquez, decía tener 20 años, pero todos sabían que era mentira, que aún no había cumplido siquiera los 18. Entonces, ¿qué hacía en aquel país dejado de la mano de Dios si la edad mínima para alistarse a la División era veinte? Pues que le podían las ganas de vengar a su hermano Andrés caído en Guadalajara y que se la había colado al de la oficina de reclutamiento. Fernando era bastante alto para su edad, rondaría el metro ochenta y gastaba buenas espaldas. Más o menos daba el pego, lo único que podía delatarlo era esa pelusilla incipiente que le crecía debajo de la nariz y entre las mejillas, eso y la voz, que para entonces aún distaba mucho de parecerse a la de un adulto. Lo primero lo solucionó apurando el afeitado y perfilándose un bigotillo de lo más resultón, pero lo segundo… Lo segundo lo tuvo más jodido.

-¿Quién más?

Cada vez que Fernando contaba la historia sus camaradas no podían parar de reír. Pensó que fumando mucho se le agravaría la voz, como le había pasado a don Andrés, su profesor de caligrafía, que cada vez que hablaba parecía que se había tragado un gramófono averiado. Desde que se anunció la apertura del banderín de enganche se pasó toda la semana fumando cigarrillo tras cigarrillo, él, que en la vida había probado el tabaco. Cogió las tarjetas de fumador de su padre y su abuelo y fue al estanco de doña Virtudes, «¿cómo es que hoy no vienen ni tu padre ni tu abuelo Fernando?», «no, verá usted, están con mucha faena y como justo iba a ir a misa me pillaba de camino», «bueno pues toma, cuatro cajetillas: dos para cada uno». Hmmm -calculó con rapidez Fernando- unos 40 cigarros… A 25 gramos el paquete puedo sacarle más provecho, «mejor deme las bolsitas de picadura, que mi tío José vino ayer de Barcelona y trajo un macuto lleno de papel de liar». ¿Papel de liar? Que va, no tenía, el justo para una emergencia, por si se rompía el entubado o por si su padre compraba algo de estraperlo. ¿Boquillas? Ni una ¿Entonces? Pues nada, cogió unos periódicos que guardaba su abuelo en el desván y se las ingenió para improvisarse unos pitillos de lo más curiosos. Sin boquilla ni nada, ¿pa’ qué?. Todas las tardes de aquella semana se las pasó Fernando en la orilla del río Tormes, bajo el amparo del puente romano, donde nadie lo pudiera ver. Abría su zurrón, sacaba los trocitos de papel, el tabaco, los cerillos y fuerza para fumarlo, que lo suyo le costaba. «Cof, cof, cof» joder, cada bocanada era como inhalar media chimenea, ¿y esto es lo que tanto le gusta a padre? Veinte o treinta cigarros al día, a la tarde mejor dicho… Cigarros no, aquello era leña. Todas las noches cuando regresaba a casa su madre le preguntaba preocupada «Fernando hijo, ¿qué te pasa que me vienes tan blanco y con los ojos tan colorados?» Y tratando de no acercarse para que el olor no lo delatara «la calor del verano madre, que es muy mala».

-Me sigue faltando uno.

La voz no le cambió, lo que sí pilló fue una afonía de miedo. Mejor, así cuando vaya a la oficina tengo un problema menos, pensaba. Y acertó, falsificó la autorización paterna, dijo que tenía 19 y entró. Se fue de casa una noche, sin despedirse, no quería hacerle daño a su madre, tampoco a su padre, bastante habían sufrido ya. Marchó, de Salamanca a Ávila donde hacía transbordo el tren de la expedición, de Ávila a Francia y de Francia… De Francia a Alemania. Y ahora en Rusia. Cada semana escribía una o dos cartas a sus padres y les adjuntaba algo que encontrara, cualquier cosa: una crucecita ortodoxa, hojas de algún árbol, recortes de revistas que llegaban al frente… Los echaba de menos.

-Bueno, pues nada: tu y tu. Sois voluntarios.

Trujillo enarcó las cejas y maldijo al demonio. Miró con resignación al Torero y avanzaron juntos.

-Mi capitán, ¿no requería usted solo tres hombres?

El Torero buscaba alguna salida a aquella encerrona.

-Hombre claro, por eso el sargento Vázquez se va a quedar aquí. No andamos muy sobrados de suboficiales y menos de este calibre -echó un vistazo rápido a la oreja de Trujillo, se había quitado la venda unos días antes pero aún tenía restos de sangre- ¡Tú! Ahora eres cabo.

-¿Disculpe?

-Sí, que ahora eres cabo. Te han herido y no has muerto, ¿verdad? A lo mejor es que tienes baraka, como dicen los moros del Tercio.

-Braca…

-¡Baraka! Coño. Vamos que tienes suerte o te a tocado Dios. Bueno al grano, los tres tenéis una misión muy importante -dibujó unas líneas en la nieve con la punta del pie- se está planeando cruzar el río y arrasar la cabeza de puente que aún custodian los bolcheviques. Dado el temporal los aviones no pueden despegar, y no podemos esperar más. Muñoz Grandes ha recibido la orden de Von Roques de apresurarse y poner en marcha las maniobras cuanto antes. No quiero ninguna heroicidad, pasáis el río, echáis un vistazo rápido y os volvéis. ¿Queda claro?

«Sí, señor» respondieron.

-Esta noche salís. Reponed municiones, coged ropa de abrigo y aprovisionaos bien de comida.

Del Bosch dio una palmada en el hombro a Bigotes y alzó la mano para despedirse.

[Continuará]

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