Más de un mes ha pasado desde que publiqué la última entrada de esta serie dedicada a la labor de los españoles en América. Primero hablé de la medicina, después de la educación y ahora me gustaría dedicar este artículo a una obra digna de verdaderos titanes, las misiones religiosas en el Nuevo Mundo. Pero como el tema es muy amplio he decidido dedicar un artículo concreto a cada una de las distintas órdenes; por razones de tipo cronológico hoy hablaré de los franciscanos.

Creo que no hace falta extenderme mucho en la explicación de la actividad misional, desde el nacimiento del cristianismo ha sido el FENÓMENO por excelencia: el que ha posibilitado el afianzamiento de la Iglesia y una propagación sin precedentes del mensaje de Cristo por todo el mundo. Por el Viejo y el Nuevo, porque tan pronto como los españoles pusieron pie en América llevaron consigo ya no solo el objetivo de exploración y conquista, sino también la labor misionera. Los propios documentos papales que reconocían a los Reyes Católicos sus derechos sobre aquellas nuevas tierras, les obligaba (y ellos aceptaban gustosamente) la evangelización de los nativos. Y así ocurrió, si nos percatamos, en todas y cada una de las expediciones hubo uno o más capellanes que aparte de velar por el alma de sus hombres, tenían el deber de convertir a la Fe verdadera a aquellos indios de ¨allende de los mares¨.

Es cierto que tanto los conquistadores, así como sus religiosos, fueron pioneros en la difusión y enseñanza del catolicismo a los habitantes del Nuevo Mundo (unos más que otros), pero el verdadero grueso de la acción recaerá en los misioneros. Aún así, cabe una pregunta de primerísimo orden. ¿Cómo aceptaron los indígenas aquella nueva Fe? Bien, mal y regular. No hay una única respuesta; depende de la zona, costumbres y religión que profesara cada pueblo. Así, podemos ver como muchos de los nativos que hundían sus raíces en la tradición maya, por norma general, no presentaron gran problema en la asimilación del cristianismo, en parte por el carácter sacro de la violencia en la Pasión de Cristo, que de un modo u otro relacionaban con mitos del Popol Vuh. Algo que acogieron con gran impresión y cercanía fue la doctrina de la transustanciación, según la cual el pan y el vino de la Eucaristía se convierten, tras la consagración, en el cuerpo y la sangre de Jesús; toda una metáfora de los sacrificios humanos y la antropofagia.

Los misioneros tuvieron que enfrentarse a una realidad desconocida hasta entonces. Todo era nuevo para ellos: un paisaje y clima distintos de donde venían, unas religiones politeístas con ritos y costumbres que en ocasiones viraban hacia lo macabro y que en alguna ocasión experimentaron en sus propias carnes los pobres frailes. No podemos olvidar el desconocimiento del idioma: nahuatl, maya, teztla, quechua, guaraní… Todo un vergel de lenguas que los misioneros se esforzaron en dominar, prueba de ello son las gramáticas y los diccionarios que nos dejaron y que han permitido que aún a día de hoy dichas lenguas se sigan manteniendo. Asimismo tradujeron los sermones y catecismos para acercar al indio la Palabra de Dios, dando lugar a un sincretismo religioso sin precedentes.

El monje y el indio. Cumaná

Los franciscanos fueron los primeros en llegar al Nuevo Mundo. Ya Colón llevó consigo en su primer viaje a un grupo de estos frailes, lo que forjó desde el principio unos fuertes vínculos entre el ámbito antillano y la Orden de San Francisco. Precisamente será en la Española donde funden los primeros conventos allá por 1502. La rápida conversión de los nativos y la sorprendente capacidad de aprendizaje, motivó a estos frailes a embarcarse en las nuevas expediciones a Tierra Firme; tres franciscanos acompañaron a Alonso de Ojeda y en 1510 con la fundación de Santa María de la Antigua, ellos levantaron su primer convento en el continente, sin embargo, ante las hostilidades del medio y los habitantes, tuvieron que abandonar la misión en 1524.

México

En ese mismo año llegó a Nueva España -ya para entonces conquistada por Cortés- la primera misión de doce franciscanos de la Observancia -y la más importante para su historia- con los que comenzó la verdadera evangelización de México. La iniciativa fue una corazonada del Ministro General de la Orden franciscana, que impulsó al Pontífice a enviar a Indias «un prelado con doce compañeros, porque éste fue el número que Cristo tomó de su compañía para hacer la conversión del mundo». ¿Quiénes eran estos hombres? El prelado fray Martín de Valencia; fray Francisco de Soto; fray Martín de Jesús; fray Juan Suárez; fray Juan de Palos; fray Antonio de Ciudad Rodrigo; fray Toribio de Benavente; fray García de Cisneros; fray Luis de Fuensalida; fray Juan de Ribas; fray Francisco Jiménez; y fray Andrés de Córdoba.

Cortés ante los Doce apóstoles de México. Mural de la parroquia de Ozumba (México)
Fray Toribio de Benavente. Motolínea

Fieles a su voto de pobreza, al desembarcar, después de la larga travesía, recorrieron descalzos los casi 290 km que separan Veracruz de la ciudad de México. Los franciscanos fueron un descubrimiento para los indios, resultaban llamativos. Les seguían y les rodeaban sin parar, hablándoles en la lengua nativa,sin embargo, los frailes no entendían nada más que una palabra que los indios repetían una y otra vez: «motolínea». Los franciscanos preguntaron qué significaba aquello y les contestaron que quería decir «pobre» o «pobres». Y por ello Fray Toribio de Benavente, llevado por su entusiasmo, hizo de aquella palabra india su propio apellido.

Una vez asentados en la región, pidieron a los caciques y nobles que les enviasen sus hijos para educarlos en la fe cristiana. No les resultó fácil convencerlos, pero no se desalentaron. Además, se convencieron pronto de que era necesario dominar el idioma de los nativos y llegaron a ser maestros en un menester tan humanista. Maestros y pioneros en la enseñanza, recordemos el Colegio de Tlatelolco del que ya hable en en el segundo artículo de la serie o al gran Pedro de Gante.

Franciscano catequizando. Códice

Bien es cierto que al principio el nativo no sabía que recitaba: si al desconocimiento del contenido teológico le sumamos la dificultad del idioma podemos imaginarnos la dificultad del aprendizaje. Un aprendizaje que nos cuenta el franciscano Jerónimo de Mendieta con gran asombro:

«Unos iban contando las palabras de la oración que aprendían con pedrezuelas o granos de maíz, poniendo a cada palabra o a cada parte de las que pronunciaban una piedra o un grano, una tras otra. Como al Pater noster, una piedrecita; qui es in caelis, otra, así hasta acabar la oración.»

El mismo Jerónimo de Mendieta comentaba seguidamente con gran asombro:

«Otros buscaban otro modo, a mi parecer más dificultoso, aplicar las palabras que en su lengua conformaban algo en la pronunciación con las latinas, y poníanlas en un papel por su orden; no las palabras, sino el significado de ellas, porque ellos no tenían otras letras sino la pintura, y así entendían los caracteres. El vocablo que ellos tienen que más tira a la pronunciación de Pater, es pantli, que significa una como banderita con que cuentan el número de veinte. Pues para acordarse del vocablo Pater, ponen aquella banderita que significa pantli, y en ella dicen Pater.»


Bautizo de Ixtlixóchitl. José Vivar y Valderrama

Perú

Ave María en Guaraní. Ennio Morricone. La Misión

No menos importante fue la labor que los franciscanos desempeñaron en el Perú. En 1534 fundaron los conventos de Lima y Cuzco. Tampoco podemos olvidar a fray Luis Jerónimo de Oré, autor del Símbolo católico indiano, que incluye una gramática en quechua y aimara, una descripción geográfica del Perú e informaciones sobre las antiguas costumbres prehispánicas. Oré propugnó que los indígenas peruanos debían ser enseñados no sólo con canto gregoriano, sino también con polifonía, por maestros competentes. Debían estudiar música «porque toda esta música estudia el camino para su conversión«. Como es de suponer, al ser un libro impreso y no reproducido a través de copias manuales, fue un éxito editorial para la época.

California

Fray Junípero Serra

En California, los franciscanos también dejarán su huella, especialmente gracias a la pisada de fray Junípero Serra, que se aventuró y fundó 9 de las 21 misiones californianas del s.XVIII. Fray Junípero y los suyos, repitieron una y otra vez el mismo proceso: cuando llegaban a un lugar, levantaban una capilla, unas cabañas y un pequeño fuerte para defenderse de posibles ataques. Acogían a los indígenas que se aproximaban movidos por la curiosidad y, una vez ganada su confianza, les invitaban a establecerse en las proximidades de la misión.

Al mismo tiempo que los catequizaban, les enseñaban nociones de agricultura, ganadería y albañilería, les proporcionaban semillas y animales y les asesoraban en el trabajo de la tierra. Algunos de ellos aprendieron también las técnicas de la carpintería, la albañilería o la herrería. Las mujeres, por su parte, recibían adiestramiento en las labores de cocina, costura y confección de tejidos. El cambio de vida afectó a la cultura y religión indígenas dando lugar a un sincretismo que perdura hasta nuestros días, al igual que sucedió en las distintas regiones del Nuevo Mundo por las que se propagó el Evangelio.

Misión de san Francisco Javier. Loretto Baja California. México

Y pongo punto y aparte ya, porque no debo extenderme más. Soy consciente de que dejo en el tintero varios episodios más -entre ellos el de las clarisas, la rama femenina de los franciscanos, de la cual hablaré más adelante- pero no quiero, ni pretendo, hacer de este artículo (ni de los que vengan) un manual del tema. Me conformo con haberos hecho llegar el tremendo poso que dejó la Orden de San Francisco en América. Eso sí, si tenéis especial curiosidad por el tema os invito a indagar por vuestra propia cuenta.

[Continuará…]

Bibliografía:

La América de los Habsburgo. Ramón María Serrera

Jarquín Ortega, María Teresa. «Educación franciscana»

Enrique García Ahumada (1990). «La catequesis renovadora de fray Luis Jerónimo de Oré (1554-1630)»

Albert Bertrand Nieser (1998). «Las fundaciones misionales dominicas en Baja California, 1769-1822»

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