La batalla de las Navas de Tolosa significó un antes y un después en la historia de España y de la propia Europa. 1212 quedó grabado a fuego en nuestro pasado.
El desastre de Alarcos
Año 1211. El rey Alfonso VIII de Castilla no cesaba de dar vueltas al ridículo que había hecho ante el moro en la batalla de Alarcos. Allí pecó de orgulloso y sobrado al lanzar la caballería sin ton ni son contra el enemigo, dejando completamente vendida a su infantería frente al ataque almohade, provocando una gran masacre y que casi siega la vida del monarca castellano.
Aquella derrota significaba el avance almohade hacia el interior peninsular, hasta los Montes de Toledo, llegando incluso a poner en peligro la antigua capital visigoda. Así, la pifia que en un principio provocó la carcajada de los demás reyes cristianos, se tornó en una amarga preocupación que afectó a todos por igual en cuanto fueron conscientes del peligro que conllevaba que el infiel recuperara fuerzas.
Aquel estado de pánico fue aprovechado por el Císter (orden monacal más importante del momento) para proclamar una nueva Cruzada. Pero ahora sería distinto, ya no tendría lugar en Tierra Santa, sino en la Península Ibérica. Aquello dio ánimos a Alfonso y tan rápido como pudo, se puso en contacto con el Papa y el Arzobispo de Toledo, quienes colaboraron aunando las fuerzas de la cristiandad y llamando al auxilio de la Fe.
Los preparativos
El Papa amenazó con la excomunión a los reyes que no olvidaran sus rencillas y se negaran a colaborar en aquella gesta y brindó el perdón de los pecados a todo el que participara en el lance. El Arzobispo Ruy Ximénez de Rada viajó hasta Francia para predicar acerca de la causa y conseguir voluntarios, trayéndose consigo a varios centenares de caballeros franceses.
Cada día que pasaba se unían más hombres: Alfonso reunió a todos sus vasallos; Aragón y Navarra dieron el sí en cuanto pudieron; las órdenes militares (Temple, San Juan, Santiago y Calatrava) se sumaron en cuanto el Papa se pronunció… Tan sólo Alfonso IX de León (con rencillas contra los castellanos y haciéndose de rogar) faltó a la llamada.
Para cuando quisieron darse cuenta, contaban con un ejército de entre 80.000 y 90.000 hombres –cifras seguramente infladas por las crónicas de la época- de los cuales, dos terceras partes eran castellanos. Un ejército tan grande costaba ingentes sumas de dinero, por lo que el Alfonso VIII y el propio clero echaron mano de sus respectivos tesoros.
Alfonso pretendía adelantarse a los acontecimientos y pillar de improviso al Califa Muhammad Al-Nasir, llamado «Miramamolín» por los cristianos. Si le salía bien la jugada mataría dos pájaros de un tiro: podría limpiar su nombre y acabaría con el incipiente poder almohade.
En pocos meses las tropas se concentraron alrededor de Toledo formando una estampa curiosa. Caballeros de distinta procedencia de Europa se relacionaban con las milicias concejiles castellanas, monjes soldados de las más diversas órdenes debatían sobre qué era lo que primaba en la fe… Y ya para dar un carácter más mediterráneo y cálido a aquel conglomerado, apareció Pedro II de Aragón con sus hombres.
La marcha cristiana
Alfonso VIII organizó a las huestes y se dirigió hacia Jaén el día 22 de junio. Dos días después los cristianos tomaron por sorpresa el castillo de Malagón y el 1 de julio hacían lo mismo con la fortaleza de Calatrava. Estas victorias levantaron la moral de la tropa peninsular, pero no sucedió lo mismo con las huestes ultramontanas (casi 20.000 hombres de todos los rincones de Europa), que hartas del agobiante calor y discrepantes ante el buen trato que dispensaban los peninsulares a los vencidos, decidieron marcharse. Tan sólo unos 150 caballeros de Languedoc y el Obispo de Narbona, se mantuvieron fieles a la causa.
Cuando todo parecía caerse, apareció ondeando el pendón de Navarra. Era el rey Sancho VII el Fuerte cabalgando a galope tendido junto a sus 200 mejores caballeros. Su llegada no cubría ni por asomo las deserciones de los extranjeros, pero el rey Alfonso era conocedor de la bravura navarra, sabía que en combate, cada uno de esos hombres, valía por tres moros.
El rey Sancho no traía buenas noticias, Al-Nasir se dirigía hacia ellos con un gran contingente, de unos 120.000 hombres (siempre digo que recordéis la exageración de las crónicas). Aquello no desanimó a Alfonso, quien decidió tirar de valor para plantar cara al califa. Éste había acampado en un llano, frente al desfiladero la Losa, rodeado por su Guardia Negra, esclavos atados y encadenados: en caso de lucha no tenían otra que pelear o morir.
La batalla
El ejército cristiano consiguió burlar las guardias musulmanas y se desplegó en la Mesa del Rey, una elevación a 5 kilómetros del campamento almohade. Allí permanecieron desde el viernes hasta el lunes. Ese último día por la madrugada, la tropa oyó misa y se dispuso para el combate que tendría lugar por la mañana.
Al romper el alba, Alfonso VIII organizó a sus hombres y los dispuso para la batalla. Frente a ellos, los almohades se presentaban en formación muy abierta, arropados por un tronar incesante de tambores africanos que redoblaban en la retaguardia. Cada golpe, cada paso y cada grito hacían vibrar el suelo. Los cristianos apretaban fuertemente sus armas, gritando a viva voz el nombre del apóstol Santiago.
El rey Alfonso dio la orden pertinente y su caballería pesada se lanzó contra la infantería musulmana. Justo antes de la acometida, los andalusíes desertaron en señal de protesta por la ejecución de uno de sus jefes el día anterior. Momento inoportuno. Los jinetes penetraron y desbarataron la línea. Por contra, los arqueros a caballo almohades castigaron los flancos cristianos debiendo el rey Alfonso utilizar sus reservas para contrarrestar el ataque musulmán.
Con mucha pausa, el rey castellano reorganizó a sus hombres y les pidió una última carga a la desesperada. Y a fe que lo intentaron, pero a duras penas avanzaban algunos metros. En esto apareció el rey Sancho el Fuerte de Navarra junto a sus caballeros, galopando como alma que lleva el diablo, embistiendo con tanta fuerza que atravesaron por completo el grueso del ejército musulmán y penetraron en el campamento del califa. Allí, el rey cortó las cadenas que guardaban la tienda de Miramamolín (origen del escudo de Navarra) y junto a sus hombres aniquiló a la Guardia Negra.
El califa puso pies en polvorosa y huyó a caballo. Las tropas almohades viendo aquella escena tan esperpéntica, entraron en pánico y corrieron por sus vidas. Apenas pudieron guardar el pellejo unos pocos miles, pues los cristianos se dedicaron a perseguirlos durante todo el día. No hubo piedad. Se dice que de tantos muertos como hubo, los caballos no podían dar un paso sin tropezar o caerse.
La afrenta de Alarcos estaba limpia y a partir de ahora el poderío almohade era tan solo polvo del recuerdo. La fuerza de los musulmanes en la Península Ibérica entraba en decadencia y con ello la Reconquista se inclinaba definitivamente de parte de los reinos cristianos.
La batalla de las Navas de Tolosa significó un antes y un después en la historia de España y de la propia Europa. 1212 quedó grabado a fuego en nuestro pasado.
Fantástico relato, no consigo ser objetivo pues Alfonso VIII junto con el conde García Fernández son los personajes preferidos de la reconquista.