Patton el creyente

En la Navidad de 1944, en plena batalla de las Ardenas, el general George S. Patton imploró la ayuda divina para poner en marcha su contraataque

Mirada dominante, gesto seco a veces corrompido por una mueca sarcástica, arrugas de veterano, ¿el cabello? Bien cano, apenas tenía, pero lo que quedaba estaba fuerte y sano. Pasó la mano por la sien derecha y sonrió, le hacía gracia la última condecoración.

Allí estaba su casco, sobre una mesilla, bien pulido e impecable, como siempre. Esa cuarta estrella le quedaba bien, pero que muy bien. Lo convertía en uno de los generales más distinguidos del Ejército de los Estados Unidos. A buenas horas…

Abrió la caja de Burlington, sacó un puro, mordió, escupió y lo entrilló entre las muelas. Metió la mano en el bolsillo, cogió el zippo y prendió el habano. Se sentó en la silla, plantó sus botas de militar encima de la mesa y se aflojó los tirantes. Muy tranquilo desenfundó su revólver Colt de cachas de marfil con sus iniciales grabadas, apuntó a un mapa gastado de Bastogne que tenía enfrente y suspiró diciendo: «Podría haber durado un poco más, joder».

Así era el viejo Patton, un hombre de difícil carácter, un perro de caza al que el paso de los años no adormilaba. Y es que a sus casi sesenta tacos siempre se había negado a darse un respiro, la guerra era su ocupación, su hobby, su vida. Y si no que se lo digan a su mujer, a quien escribió tras la ofensiva de Sicilia aquello de ¨Querida Beatrice, no aguanto más ¡Cuándo no estoy atacando me pongo de mal humor!’’.

Un buen soldado, siempre dispuesto para la acción, llevando la delantera a la tropa, sin miedo a que le pegaran cuatro tiros en la línea del frente, ni aun siendo general. Es más, siempre insistió en aquello de: «Quiero que me mate la última bala disparada de la última guerra».

Cómo estratega no tenía discusión, los alemanes lo temían más que a ningún otro de los generales aliados, sabían muy bien su lema: «Que Dios se apiade de mis enemigos, porque yo no lo haré».

Patton siempre se distinguió por ser un excelente general con carisma, táctica y arrojo… Además de por sus memorables frases

No sabía cuándo parar: «No quiero oír ningún mensaje diciendo “estoy manteniendo mi posición”. No estamos manteniendo nada. Que lo mantengan los alemanes», decía. Y no era para menos, si Eisenhower no llega a cortarle el suministro de combustible quizás se hubiese plantado en la Puerta de Brandeburgo antes de que los rusos entraran en Alemania.Realizaba maniobras imposibles que volvían locos a sus hombres y a sus enemigos. Y hablando de maniobras imposibles ¡Cómo añoraba las Ardenas! (Finales de 1944).

Desde luego, no le hizo ninguna gracia que Hitler tomara la ofensiva. Le había chafado su discurso ante las tropas: «Nosotros queremos irnos a casa. Queremos que esta guerra termine. Y la manera más rápida de hacerlo es agarrar a esos bastardos que la empezaron. Mientras más rápido los freguemos, más rápido nos iremos a casa. El camino más corto es a través de Berlín y Tokio. Y cuando lleguemos a Berlín, ¡Yo personalmente, voy a dispararle a ese empapelador de paredes hijo de perra de Hitler! ¡Justo como le dispararía a una serpiente!».

Lo tenía decidido, movería ficha sin consultar a Eisenhower ni al resto del Alto Mando Aliado –consciente de que desestimarían sus planes-. Dirigió al Tercer Ejército hacia el norte, deshizo la envolvente alemana y liberó a la 101ª Aerotransportada: todo un éxito. Lo que poca gente sabe de esta campaña es una anécdota muy curiosa.

Sin consultar al Alto Mando Aliado, Patton tomó la determinación de avanzar y desbaratar los planes del Ejército Alemán

A mediados de diciembre de 1944 el tiempo dificultaba gravemente cualquier movimiento u operación. Un fuerte temporal invernal paralizó a todo el Ejército estadounidense. Ansioso por actuar y resolver la situación, Patton mandó llamar al coronel O’Neill, capellán de la unidad para solicitarle un favor.

Las fuentes recogen que la conversación discurrió tal que así:

Patton: «Capellán, quiero que publique una plegaria para pedir por el buen tiempo. Estoy cansado de que mis hombres tengan que luchar contra el temporal y los alemanes. Mire a ver si podemos conseguir que Dios esté de nuestro lado».

O’Neill: «Señor, va a hacer falta una alfombra muy gruesa para una plegaria así».

Patton: «No me importa, como si hacen falta alfombras voladoras. Quiero que se haga la plegaria».

O’Neill: «Si señor, aunque debo decir que no es algo habitual entre los hombres de mi profesión orar para que se despeje el tiempo con la intención de matar al prójimo».

Patton: «Capellán, ¿está enseñándome teología o es usted capellán del Tercer Ejército? Quiero una oración».

O’Neill: «Sí, señor».

La mañana siguiente al rezo Patton despertó con una sonrisa de oreja a oreja. El temporal había amainado: «¡Maldita sea, mirad el tiempo! No cabe duda de que ese O’Neill hizo una oración cojonuda. Traédmelo para acá. Quiero ponerle una medalla». Y así fue, mandó llamar al capellán y le dijo: «capellán, es usted el hombre más popular del cuartel general. No hay duda de que tiene buenas relaciones con el Señor y con los soldados». Le arreó un manotazo en el hombro y condecoró a O’Neill con una Estrella de Bronce en el pecho.

La oración se emitió el 22 de diciembre y, lo crean o no, el tiempo dio una tregua de seis días, lo suficiente para que el ejército de Patton reventara la espina dorsal de la ofensiva alemana. Tan solo unos días después, Patton escribía eufórico en su diario: ‘’El día de Navidad amaneció despejado y frío; un tiempo magnífico para matar alemanes’’. 


George S. Patton, La guerra como la conocí.

Allan R. Millet y Williamson Murray, La guerra que había que ganar.

Patton el creyente comentarios en «2»

  1. Esa anécdota salio en la película Patton.
    Era un Guerrero, más que un Militar.
    Y tenía una psicología complicada. Creía que era la re-encarnación de un Legionario
    Romano, que había luchado en el Afrika del Norte.

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