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Madrid, villa y corte de la delincuencia en tiempos de Felipe II

Con el traslado de la corte, Madrid pasó a ser despacho real, epicentro de la Monarquía y capital de la delincuencia.

En la corte el que se sabe bandear es rey, con poco que tenga, decía el hidalgo que acompañó al “Buscón” de don Francisco de Quevedo al final de su primera historia. Desde que Felipe II trasladase la capital del reino a la muy noble, muy leal, muy heroica, imperial y coronada Villa de Madrid un 13 de febrero de 1561, la historia de la ciudad del Manzanares cambió por completo. De la noche a la mañana Madrid pasó a ser el epicentro y despacho del monarca más importante de su tiempo, y con ello, irremediablemente, arrastraba ingentes cantidades de nuevos pobladores que abandonaron sus solares de origen en busca de una oportunidad única, la oportunidad y el anhelo de respirar o contagiarse de la supuesta bienaventuranza que irradiaba el halo real.

En apenas 4 décadas Madrid experimentó un crecimiento poblacional de dimensiones nunca imaginadas. Según los cálculos de Ángel Alloza Aparicio, para 1561, año del traslado de la corte, Madrid rondaba los 20.000 habitantes. Diez años después la capital del reino había engrosado sus pobladores hasta los 40.000 individuos, y al terminar el Quinientos la villa y corte podía presumir de rozar los 100.000.

No todos los que se afincaron en la nueva capital estaban libres de pecado. Madrid atrajo a un sin fin de pícaros, pacedores del vicio y aspirantes a reo que hicieron de la capital un hervidero del crimen.

Madrid quintuplicó sus habitantes a finales del Quinientos, atrayendo a un buen número de criminales que hicieron de la capital un hervidero del crimen.

La urbe capitalina fue incapaz de absorber y acomodar a todos sus nuevos moradores al ritmo con que estos se incorporaban. Quedaban en el aire grandes problemas de higiene y salubridad, el desabastecimiento de los recursos más básicos y un vacío de orden público. En todos estos sendos huecos trató de abrirse paso y acomodarse el sector de la delincuencia. Madrid fue mercado de abastos para mercaderes ilegales y estafadores que daban gato por liebre, vinagre por vino o carbón arenado por cisco de primera.

Madrid, hospedería de los  desterrados, donde expulsados y huidos de todas las villas y ciudades de España recalaban para continuar y contagiar sus negocios de dudoso pelaje; donde sangradores aficionados pasaban por médicos y cirujanos; la urbe donde picapleitos liantes provocaban y resolvían turbios juicios congraciados con un juez amigo u otro letrado cómplice; donde el hidalgo pasaba por marqués con las vergüenzas a descubrir y donde el vecino hipotecaba la casa ajena sin a sabiendas de su compadre.

Madrid fue incapaz de acomodar a todos sus nuevos moradores, dejando al aire importantes vacíos de poder local que aprovechó la delincuencia.

Aquella era la Madrid de la segunda mitad del s.XVI, una de las principales ciudades castellanas exportadoras de galeotes (condenados a remar en galeras) a la altura de Sevilla o Écija, donde, según la Sala de alcaldes, en la franja de 13 años que abarca desde 1582 hasta 1595 se abrieron unas 2.189 causas criminales a razón de un total de 4.349 reos condenados, lo cual nos da aproximadamente un convicto por cada día del año (310’6 anuales dirá Alloza Aparicio).

¿Las principales razones? Las más comunes y esperados: homicidio o agresión (como sucedió con Cervantes), hurto, atentado contra la autoridad o el orden público y relaciones extramatrimoniales (casos de bigamia, hijos fuera del matrimonio o de don juanes virtuosos como Félix Lope de Vega que dio con sus huesos en la Real Cárcel de Corte en 1588 por el rapto de una mujer).

No era raro que en los juicios el encausado alegase los más disparatados recursos, como que la muerte del contrario se había producido en defensa personal -cuando el agresor había sido el dicho encausado- o que el desgraciado fallecido, penco redomado, se había abalanzado sin conocimiento contra el arma del victorioso.

Madrid se aproximó a la cifra de un reo por cada día del año. El homicidio y las agresiones, el hurto, los atentados contra la autoridad pública y las relaciones extraconyugales eran los principales delitos.

Por todas estas razones y méritos Felipe II buscará limpiar la imagen de la corte a golpe de ordenanzas y decretos. Los libros de acuerdos del ayuntamiento recogían: Había que limpiar esta villa de los vizios y pecados públicos que en ella (había). La Sala de alcaldes se vio reforzada, igual que la figura del corregidor y sus tenientes, apoyados por un centenar de corchetes y alguaciles.

Por si todo esto fuera poco, Felipe II llegó a promulgar en 1585 un “Pregón General para la buena gobernación de la corte” en el que prohibía comportamientos tales como las reyertas, el juego, las blasfemias o portar cierto tipo de armamento. De nada pareció servir, las leyes se saltaban a la torera,  por lo que el rey tomó la determinación de exigir la formación y movilización diaria de rondas nocturnas de vigilancia, siguiendo el modelo que había visto durante su estancia en Londres y que tan buenos resultados parecía alumbrar.

Los callejones, burdeles -regulados y permitidos por ley- y tabernas serán las principales zonas de actuación de los corchetes y los tenientes, los cuales tampoco escapaban de verse salpicados por la delincuencia. Las estafas bajo amparo, los sobornos y otras prácticas corruptivas estaban a la orden del día entre la autoridad local madrileña, tanto que el licenciado Juan de Tejada, a su visita en 1588-1589 a la Real Cárcel de Corte, entre oficiales municipales, militares y eclesiásticos contó 27 encarcelados de un total de 112 presos. Un 24% de la población reclusa, nada mal.

Desesperado, Felipe II reforzó el papel de la autoridad pública y ordenó la creación de rondas nocturnas. Sin embargo, no fue capaz de evitar que la corrupción salpicara a sus oficiales municipales.

Sin duda, aquella imagen de Madrid que Mateo de Alemán da en su “Guzmán de Alfarache”, donde todo florecía, con muchos del tusón, muchos grandes, muchos titulados, muchos prelados, muchos caballeros, [y] gente muy principal distaba holgadamente del parecer de gran parte de la gente que aseguraba que la nueva capital del reino había arrebatado a Sevilla el título de Babilonia castellana con desembarazado blasón.

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Bibliografía:

El orden público en la corte de Felipe II. Ángel Alloza.

Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. Francisco de Quevedo.

Vida del pícaro Guzmán de Alfarache. Mateo Alemán.

El Impacto de la Corte en Castilla. Madrid y su Territorio en la Época Moderna. José Miguel López García (Dir.).

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