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Cuatro naves, más de cien guerreros, doce yeguas y una Real Cédula con la gracia real de una gobernación. Estos fueron los haberes con los que partió de urgencia Alonso de Ojeda de La Española dirección Urabá, sin más hacienda que la depositada en su empresa y con el único respaldo de su muy estimado Juan de la Cosa, afamado navegante y mejor cartógrafo del Nuevo Mundo, a cuyos consejos y representación debía hasta el momento gran parte de su buena estrella.

Alonso de Ojeda partió a Urabá con cuatro naves, más de cien hombres y doce yeguas.

El meditado y minucioso Juan aconsejó a su amigo la dirección a tomar para llegar en las mejores condiciones posibles a la Tierra Firme que los cubriría de gloria y Ojeda, en un principio, acogió sus opiniones de muy buen grado. Sin embargo, la impulsividad de Alonso de Ojeda terminó por imponerse, así fue como el 28 de febrero de 1510, en contra de las advertencias de Juan de la Cosa, el conquense decidió desembarcar rápidamente en la Bahía del Calamar, ubicación muy próxima a donde el conquistador madrileño Pedro de Heredia fundaría Cartagena de Indias 23 años después.

La expedición de Ojeda desembarcó el 28 de febrero de 1510 en la Bahía del Calamar.

Decía el gran Cicerón que no basta con alcanzar la sabiduría, es necesario saber utilizarla, y justo eso fue lo que le pasó a Alonso de Ojeda. El más afamado baquiano de su momento cayó en el error de no calcular el gran porcentaje de riesgo que presentaba una tierra tan brava y belicosa como la de los indios yurbacos. No hizo falta que pusieran pie en tierra, antes de que pudieran bajar de los bateles los nativos recibieron con flechas y lanzas a los españoles. La hueste de Ojeda solventó con cierta dificultad aquel primer envite y, animada por la inercia del ataque, marchó selva adentro en busca de un pueblo en el que poder asentarse y fundar villa. El ímpetu los empujó hasta un poblado conocido como Turbaco, en el cual sus naturales aprovecharon la situación para tender una emboscada a los españoles a buena cuenta de una lluvia de flechas impregnadas del temido curare y una ferocidad sin precedentes. Muchos fueron los españoles que murieron en aquella refriega y el mismo Alonso de Ojeda pudo salvar el pellejo a duras penas tras ser herido con una flecha envenenada.

El desembarco accidentado en la Bahía Calamar costó la vida a Juan de la Cosa

Aguantaron cuanto pudieron, que fue poco, y tocaron a retirada hasta la costa, donde Ojeda decidió levantar un fuerte bautizado bajo la advocación de san Sebastián, el santo condenado a morir asaeteado en tiempos de Diocleciano. ¿Pudo ser un guiño a Juan de la Cosa? Es posible. El cartógrafo no regresó con sus compañeros a la playa, y cuando estos fueron enviados por Ojeda para rescatarlo se encontraron con una escena realmente macabra: como si de un erizo se tratase Juan de la Cosa estaba amarrado a un árbol y cubierto de flechas. Mucho más oscuro fue el fin que nos cuenta Pedro Mártir de Anglería, quien afirmó que había sido devorado por los naturales y que de él sólo se encontraron unos pocos restos.

La derrota ante los nativos obligó a fundar el fuerte de San Sebastián.

La situación no pintaba nada bien para los hombres de San Sebastián de Urabá, que aún lamían sus heridas y buscaban la forma de recomponerse ante el percance acontecido. Los nativos habían descubierto la vulnerabilidad de los rostros pálidos y pronto los hostigarían en su nuevo asentamiento. El hambre, la furia de los indios y las enfermedades no tardaron en arreciar con dureza y, para colmo de males, Alonso de Ojeda, la icónica cabeza de la hueste, se encontraba malherido y aparentemente incapacitado para seguir dirigiendo aquella expedición. Pero las apariencias engañan, si bien el curare le produjo insufribles dolores musculares y pulmonares, el conquense sacó fuerzas de flaqueza para exigir al cirujano de la expedición que cerrase su herida con planchas de hierro candente.

Augusto Ferrer-Dalmau

Si no acatáis mi orden, juro que mandaré colgaros de un árbol.

Alonso de Ojeda al cirujano que debía curar sus heridas.

Cuenta Bartolomé de las Casas que al principio el curandero se negó porque lo mataría con aquel fuego, a lo que Ojeda respondió lleno de ira: Si no acatáis mi orden, juro que mandaré colgaros de un árbol. El razonamiento del capitán fue suficiente para convencer al cirujano, quien tuvo que atar a Ojeda con sábanas mojadas en vinagre. Salido indemne del ardiente tratamiento, Ojeda hubo de escoger una nueva mano derecha, un bastón sobre el que apoyarse y depositar toda su confianza. El elegido fue un tal Francisco Pizarro González.

[Continuará…]

Bibliografía:

  • Carmen Mena, “La forja de un conquistador. Francisco Pizarro en el escenario del Darién”.
  • Esteban Mira Caballos, “Francisco Pizarro”.

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