“La tierra del Brasil, que abunda de toda clase de provisiones, es tan extensa como la Francia, la España y la Italia juntas: pertenece al rey de Portugal. Los brasileros no son cristianos, pero tampoco son idólatras, porque no adoran nada: el instinto natural es su única ley. Viven tan largo tiempo, que es frecuente encontrar individuos que alcanzan hasta los ciento veinticinco y aun algunas veces hasta los ciento cuarenta años. Tanto las mujeres como los hombres andan desnudos. Sus habitaciones, que llaman boy, son cabañas alargadas, y duermen sobre redes de algodón, llamadas hamaks, sujetas por los dos extremos a postes gruesos. Encienden fuego a flor de tierra. Uno de estos boys encierra algunas veces hasta cien hombres, con sus mujeres e hijos: se siente por lo tanto siempre mucho ruido.
Sus embarcaciones, que llaman canoas, las fabrican de un tronco de árbol ahuecado por medio de una piedra cortante, porque las piedras reemplazan al hierro, de que carecen. Estos árboles son tan grandes que una sola canoa puede contener hasta treinta y aun cuarenta hombres, que bogan con remos semejantes a las palas de nuestros panaderos. Al verlos tan negros, completamente desnudos, sucios y calvos, se les podría confundir con los marineros de la laguna Estigia. Los hombres y las mujeres son bien constituidos, y conformados como nosotros. Algunas veces comen carne humana, pero solamente la de sus enemigos, lo que no ejecutan por deseo ni por gusto, sino por una costumbre que, según lo que nos dijeron, se ha introducido entre ellos de la manera siguiente: Una vieja no tenía sino un hijo que fue muerto por los enemigos. Algún tiempo después, el matador del joven fue hecho prisionero y conducido delante de ella; para vengarse, esta madre se lanzó como un animal feroz sobre él y le desgarró un hombro con los dientes. El hombre tuvo la suerte no sólo de escaparse de las manos de la vieja y de evadirse, sino también de regresar a los suyos, a quienes mostró la huella de los dientes que llevaba en el hombro, y les hizo creer que los enemigos habían tratado de devorarle vivo. Para que los otros no les aventajasen en ferocidad, se determinaron a comerse realmente a los enemigos que se tomasen en los combates, y éstos hicieron otro tanto. Sin embargo, no se los comen inmediatamente, ni tampoco vivos, sino que los despedazan y los reparten entre los vencedores. Cada uno se lleva a su casa la porción que le ha cabido, la hace secar al humo y cada ocho días asa un pequeño pedazo para comérselo. He tenido noticia de este hecho de Juan Carvalho, nuestro piloto, que había pasado cuatro años en el Brasil.
Los brasileros, tanto las mujeres como los hombres, se pintan el cuerpo, especialmente el rostro, de una manera extraña y en diferentes estilos. Tienen los cabellos cortos y lanudos, y carecen de pelos en todo el cuerpo, porque se los arrancan. Usan una especie de chupa hecha de plumas de loro, dispuestas de manera que las mayores de las alas y de la cola les formen un círculo en la cintura, lo que les da una figura extraña y ridícula. Casi todos los hombres llevan el labio inferior taladrado con tres agujeros por los cuales pasan pequeños cilindros de piedra del largo de dos pulgadas. Las mujeres y los niños no poseen este incómodo adorno. Añadid a esto que andan enteramente desnudos por delante. Su color es más bien oliváceo que negro. Su rey lleva el nombre de cacique. Pueblan este país un número infinito de loros, de tal manera que nos daban ocho o diez por un pequeño espejo. Poseen también una especie de gatos amarillos muy hermosos, que semejan leones pequeños.
Comen una especie de pan redondo y blanco, que no nos agradó, hecho con la médula, o, mejor dicho, con la albura que se encuentra entre la corteza y el palo de cierto árbol, que tiene alguna semejanza con la leche cuajada. Poseen también cerdos que nos parecieron que tenían el ombligo en el lomo, y unas aves grandes cuyo pico semeja una espátula, pero que no tienen lengua. Algunas veces para procurarse un hacha o un cuchillo, nos prometían por esclavos una y hasta dos de sus hijas, pero no nos ofrecieron jamás sus mujeres, quienes, por lo demás, no habrían consentido en entregarse a otros que a sus maridos, porque, a pesar del libertinaje de las solteras, su pudor es tal cuando se casan que no soportan que sus maridos las abracen durante el día. Están sujetas a los trabajos más duros, viéndoseles a menudo descender de los cerros con cestas muy pesadas sobre la cabeza, aunque no andan jamás solas, porque sus maridos, que son muy celosos, las acompañan siempre, llevando en una mano las flechas y el arco en la otra. Este arco es de palo de Brasil o de palma negra.
Si las mujeres tienen hijos los llevan suspendidos del cuello por medio de una red de algodón. Muchas otras cosas podría decir de sus costumbres, que omito por no hacerme demasiado prolijo. Estos pueblos son en extremo crédulos y bondadosos, y sería fácil hacerles abrazar el cristianismo. La casualidad quiso que concibiesen por nosotros veneración y respeto. Desde hacía dos meses reinaba en el país una gran sequedad, y como sucedió que en el momento de nuestra llegada envióles lluvias el cielo, no dejaron de atribuirlas a nuestra presencia. Cuando desembarcamos a oír misa en tierra, asistieron a ella en silencio, con aire de recogimiento, y viendo que echábamos al mar nuestras chalupas, que dejábamos amarradas a los costados de la nave o que la seguían, se imaginaron que eran hijos de la nave y que ésta los alimentaba.
El comandante en jefe y yo fuimos un día testigos de una aventura singular. Las jóvenes venían con frecuencia a bordo a ofrecerse a los marineros a fin de obtener algún presente: un día una de las más bonitas subió también, sin duda con el mismo objeto, pero habiendo visto un clavo de tamaño de un dedo y creyendo que no la observaban, lo cogió y con gran rapidez se lo colocó entre los dos labios de sus órganos sensuales. ¿Creía ocultarlo? ¿Creía así adornarse? Tal fue lo que no pudimos adivinar.”
Antonio Pigafetta