Nace en las Indias honrado, donde el mundo le acompaña; viene a morir en España y es en Génova enterrado. Así versaba don Francisco de Quevedo y Villegas, en su letrilla “Poderoso caballero es don Dinero”, el ciclo metalífero de Las Españas. Y así podría resumirse, grosso modo, la política mercantilista llevada a cabo por la Corona a lo largo de las centurias en las que las Indias formaron parte de los dominios de la Monarquía. Y digo “grosso modo” porque en todo este tiempo la teoría y la práctica mercantilista distaron mucho de guiarse por los dictámenes oficiales y la teoría de dicho sistema económico; es más, ni si quiera el cambio de dinastía fue capaz de fraguar una idea uniforme y eficaz que pusiera en marcha un coherente y exitoso proyecto mercantilista.
Pero, ¿por qué? ¿Acaso los Habsburgo, con la perla americana en su poder, no mostraron interés en aplicar la teoría económica por excelencia de aquellas centurias doradas? Lo cierto es que sí. El problema fue que, si bien la Corona mostró cierta iniciativa, sus súbditos no terminaban de ver el provecho o interés que ofrecía el sistema. La mentalidad estática y rentista de la mayor parte de la población, y en especial del estamento nobiliario, echó por tierra la posibilidad de poner en marcha todos los engranajes del mercantilismo. Como diría Ramón Carande, la estructura de la sociedad española no era la más propicia para dar a luz a una política mercantilista, ni estaba en condiciones de recibirla.
El historiador estadounidense Earl J. Hamilton defendía que antes de subir al trono Felipe II, ya se habían adoptado en España las medidas mercantilistas introducidas por los borbones, con excepción de las fábricas modelo y los derechos protectores (El florecimiento del capitalismo y otros ensayos de la Historia Económica). Apoyándose en el dominio colonial de las Américas como pieza clave de su proyecto europeo, entre los años 1500 y 1550, la Corona implantó una serie de medidas mercantilistas. La primera y más importante fue el sistema de puerto único en Sevilla y el monopolio comercial. Desde el descubrimiento y posterior puesta en valor de las posibilidades del Nuevo Mundo, una idea quedó bien clara: el Estado establecería un control directo sobre el tráfico indiano siguiendo un régimen de monopolio a través de sus organismos y funcionarios, para así lograr un fuerte drenaje de la riqueza colonial hacia la Península.
La Corona absorbería todo el excedente colonial posible a través de la imposición fiscal. Asimismo, se tomaron medidas prohibitivas como: fabricar ciertas manufacturas en las colonias; establecer un comercio interregional efectivo; sacar del reino monedas, oro, plata y otros metales preciosos; exportar materias primas tales como hierro, acero, lino o cáñamo, e incluso importar géneros suntuarios o paños extranjeros. De esta manera América cumplía principalmente tres funciones en el tablero mercantilista español. La primera, fuente permanente y esencial de oro y plata para las arcas reales, de cuyos ingresos dependía de sobremanera para llevar a cabo su política europea. La segunda, mercado seguro para las manufacturas metropolitanas y otros productos de exclusividad peninsular (mercurio, sal, pólvora, tabaco…), ambas necesarias para el desarrollo normal de la vida de los españoles afincados en el Nuevo Mundo. Y la tercera, un almacén indispensable de materias primas para la metrópoli.
Esto era lo que aparecía en el papel, la cara legal y teórica, sin embargo, la práctica difería mucho de este cuadro. Conforme pasaba el tiempo, desde la metrópoli, cada vez se veía más claro que el sistema mercantilista colonial sobre el que se venían apoyando los Habsburgo, estaba podrido. La Corona se encontraba con un triple problema: para empezar, era incapaz de absorber todo el excedente colonial; asimismo, no podía satisfacer la demanda de sus colonias; y lo que era más importante, carecía del poderío naval suficiente como para sustentar y asegurar unos dominios ultramarinos de tal envergadura como los americanos. Podríamos echar la culpa de todo esto al comercio de contrabando, el cual se ahorraba pagar tasa alguna y funcionaba con unos precios realmente competentes. Hacia 1588, el padre jesuita Alonso Sánchez escribirá en sus memorias que los mercaderes, si dicen algo –es decir, declaran sus mercaderías- es por encubrir la ganancia, que es la mayor que se sabe que haya en ninguna parte. El contrabando había sido capaz de tejer todo un circuito comercial sumergido entre las colonias españolas con el cual podía satisfacer la demanda de bienes y servicios que no llegaban desde la Península. Aun con la oportunidad única que representaba un mercado exclusivo como era el colonial, la industria española permaneció estancada y continuó siendo deficitaria. Baste el ejemplo que expone Picazo Mauntaner de los dos navíos procedentes de Filipinas que arribaron a Nueva España en 1586, los cuales transportaban seda de igual o superior calidad y cantidad que la que solía llegar desde Granada, y lo que es más importante: a mitad de precio.
Es cierto que el contrabando hirió de muerte al sistema mercantilistas sustentado por los Austrias, pero no menos daño hizo la corrupción administrativa. A partir del s.XVII, los acuciantes problemas financieros de la Corona a causa de los conflictos europeos requerían unos ingresos cada vez más boyantes para las arcas reales. Aparte del excedente colonial tan preciado, se abría la posibilidad de obtener unas suculentas sumas vendiendo al mejor postor cargos públicos de la administración indiana. El ejemplo más llamativo por la importancia que representaba fue el cargo de virrey del Perú, que a finales de la última centuria de los Habsburgo españoles llegó valorarse en 200.000 pesos de oro. Toda esta venalidad y venta abierta de cargos creó una patrimonialización de la administración, la cual no hizo sino primar el interés particular por resarcirse económicamente de la inversión y lucrarse todo lo posible. De esta manera el interés público iba a hacer gárgaras, y con él, la autoridad del rey, poco a poco, se iba disipando.
No será hasta el siglo XVIII, con los borbones en el poder, cuando España implante las teorías y métodos típicos del mercantilismo maduro. Un momento en el que los países de la Europa Noroccidental se cuestionaban si continuar con un sistema que, a su juicio, parecía caduco. Pero, como dice el refrán, nunca es tarde si la dicha es buena, y para los borbones aún había esperanza de revitalizar el sistema mercantilista y subordinar de facto los intereses de las colonias americanas a los de la metrópoli.
Bibliografía:
-Ramón María Serrera Contreras, La América de los Habsburgo.
-Heraclio Bonilla, Cómo España gobernó y perdió al mundo.
-Ramón Carande, La encrucijada mercantilista.
-Earl J. Hamilton, El florecimiento del capitalismo y otros ensayos de la Historia Económica